lunes, 1 de septiembre de 2008

LAS PAPAYAS




Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano


Tenía que ser en clima de 30º para que alguien decidiera plantar en sus predios un harén de innumerables palmeras de papayas. Desde chiquitas nacen con piernas largas y delgadas y se visten de minifalda verde, libres de una pava en sus cabellos. El sol las ve levantarse con sus senitos al aire, bien peinadas, mirando a sus compañeras batir sus alas cortas para mitigar el calor que las sofoca. Las más niñas parece que guardaran sus cabezas bajo el racimo de ubres de las madres más adultas. El dueño de sus vidas las cuida desde lejos y a veces recubre sus pechos núbiles con polvo blanco para preservar su lozanía.


Las papayas tienen vida corta, ellas lo saben. Nacen mil de una sola camada. Sólo las ve sacar la cabecita verde de la tierra el encargado de abrir los surcos. De ahí en adelante ellas solas deberán alimentarse del jugo de la tierra, del aire que respiran y de la lluvia generosa. La Naturaleza las ha dotado de columna vertebral muy firme para soportar los abrazos de los ventarrones, de gracilidad en su talle y de docilidad para empezar el baile muy temprano. Al promediar el día lucen ya cansadas y dejan caer algunas hojas de su precaria falda. Sus piernas, entonces, parecieran mucho más largas y el viento levanta su corpiño dejando ver una docena de senos duros, alargados y carnosos. Al terminar las tandas de baile que les interpreta el viento, las hojas que las cubren están ajadas de tanto movimiento.


Qué vida tan agitada la de estas geishas del harén de don Fulano. De mañana se aderezan como novias frescas o como bailarinas que se van de fiesta, se ponen el vestido que les regaló el destino. Zapatillas ocres con medias hasta los tatuados muslos, tiradas por ligas blancas apuntadas a la ingle. Corpiño de hojas de puntas alargadas, verde esmeralda, que caen apenas sobre el pecho bendecido por un ramillete de senos de corazón rosado. Cuando, quien pasa en carro raudo por la pasarela, las mira en fila mover su torso casi desnudo, parece que sólo les cubriera la cabeza un sombrero verde de alas pudibundas con florecitas blancas. El resplandor del sol se refleja en sus senos y unos lucen verdes, otros amarillos y cuando ya están maduros, son carne sonrosada y de lejos se adivina la dulzura de su leche.


Las papayas ya en sazón perfecta, casi están desnudas en el jardín de Evas. Han perdido su falda, su blusa, su corsé y andan con un top amarillento. El dueño del harén no las puede dejar expuestas a la rapiña o al antojo de vagos y de hambrientos. Las papayas están en su punto y les ha llegado la hora de pasar a sala de cirugía para la mastectomía. Irán en carro después que alguien desapunte con rubor su brassier con el pesado fruto y las acomode en el diván dispuestas a servir de opípara comida a la boca que las ha deseado en su paso por el frente del harén.


Ah, el destino cierto de señoras tan codiciadas. Algún papayo ciego regó sus rabadillas del semen necesario que sacó del embrión a las flacas papayitas. Nunca más se apareció en la escena para la más corta visitita. No se percató en qué mesa terminarían aquellas tiernas señoritas. Ni quién se comería el fruto de racimos de pulpa y leche blanca que tuvo origen la tarde en que un viento fuerte fecundó su flor abierta. Pero, bienaventurados quienes tenemos la suerte de sentarnos a la mesa en la mañana a comer la fresca pulpa de una mujer papaya.

OMAR ORTIZ / POEMAS



La poesía de Omar Ortiz es una poesía de sugerencias y sutilezas, lejos del tono rotundo; busca los caminos agrestes, los rodeos licenciosos, las arquitecturas de cristales atravesados por cierta luz, cierta extraña sonrisa del artífice que se sabe dueño ya, de un estilo y una forma queda de decir.
Sus poemas que tocan los mundos de la mitología y la leyenda; su poesía urbanita; sus álbumes de poesía fraterna (en donde recuerda sus épocas de estudiante y el destino de los seres que en alguna oportunidad compartieron con nosotros algunos años de nuestra vida y luego, pasado el tiempo, se convierten en fantasmas de un álbum familiar y lejano o gigñols de un museo clausurado), nos iluminan y nos deslumbran. Aliento corto sobre el cristal que empaña una ventana y luego, después de las palabras y el aire caliente queda otro paisaje, una tarde de lluvia. La muchacha que pasa.
Esa, es para mí, la poesía de Omar Ortiz. Uno de los grandes poetas colombianos, que trabaja sus artefactos literarios, dotándolos de un aura ligera. Al fin y al cabo la poesía es arte de alquimistas aéreos, el rastro de los pintores del aire.
Omar Ortiz, es sin lugar a dudas, uno de esos grandes escritores que sigue buscando la imagen perfecta, la sonata redonda.
Estos poemas son un mínimo destello de su arte.



HISTORIA DE AMOR

Abu Taher, compañero de Omar Jayyam
en la antigua ciudad de Samarcanda,
donde vivió y gozó la favorita del Sultán
que narró para él Mil y una noche,
dice en un bello libro hoy perdido,
por la bruma de nuestra ignorancia,
que cuando la amada deja sus huellas
por los aposentos, su cuerpo puede acompañarnos
si logramos pisar sobre sus rastros.
Esta noche,
en que tu aroma marca la memoria de mi almohada,
me dispongo a volver sobre tus pasos
para que el milagro que cuenta el poeta árabe
prosiga la fiesta de mi corazón.
Porque,
si tú conmigo, ¿quién en mi contra?


LA HECHICERA
A Adriana María Agudelo Ordóñez

Mientras el vino cumple su sagrado ritual,
La muchacha, escudriña en mis ojos.
No le basta el poema,
Ni la palabra amor que repito en su oído,
Pues sabe la veleidad de los vocablos.
Es atenta a señales más hondas:
A la profunda herida que intuye en los senderos
Con que la vida labra el corazón del hombre,
Y conoce las líneas que la sangre delata
En los surcos del sueño.
Mis fútiles historias, mis triunfos, mis fracasos,
Mis personales dudas, mis miedos, mis zozobras,
la obsesión que me abruma,
Son su fácil repaso.
Mas mi bella alquimista, ignora la ternura
Con que siempre la aguardo.

EL PAUJIL
Dice una vieja historia de la gente nómada que la tierra, la existencia del planeta, depende del apareamiento del paujil. Por lo tanto las mujeres de la tribu elaboran una intrincada danza que confunde a los pocos antropólogos que por allí se arriman, pues en un determinado momento las danzantes emiten unos extraños sonido y sin miramientos se echan a volar.

Omar Ortiz (Bogotá, 1950). Ha publicado varios libros de poemas, entre ellos: Las muchachas del circo, Los espejos del olvido, Un jardín para Milena, El libro de las cosas; con éste último obtuvo el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia 1995. Director de la Revista de Poesía Luna Nueva.