martes, 25 de mayo de 2010

VIOLENCIA EN LA LITERATURA (Venezuela) DOSSIER No 2


Elías Letelier

   Muchos teóricos han logrado establecer e insisten en las raíces de la violencia y luego se ven contrariados, violentamente, por otros estudiosos de esta conducta. La medicina, por otra parte, con la “teoría del desequilibrio químico en la zona del hipotálamo”[1] ha aportado dudosas conclusiones en torno al carácter hereditario de la violencia. Si bien estos científicos establecen que la eliminación de esta conducta en el individuo puede ser revocada mediante el empleo de químicos regulatorios (medicamentos), por otro lado, otros científicos y pensadores establecen que tal acto es y constituye una expresión violenta contra la naturaleza del individuo, estableciéndose, de esta manera, el polivalente carácter a la interpretación de violencia.
    El término medio entre violencia y no-violencia es un eufemismo filosófico. El acto de violencia intermedia; violencia pasiva o menos violencia, no existe; pese a que muchos pueden aseverar lo contrario, este aspecto de moderación o regulamiento compartamental de la conducta está lejos de una demostración elocuente. Por tanto, al referirme a la violencia, ignoraré los enfrentamientos físicos o reyertas, por cuanto estas expresiones sociales son unos meros síntomas de causales más complejas. Aquí, en éste estado de la realidad, los muertos y los sobrevivientes son una expresión que se desarrolla a partir del medio, y éste, a su vez, está determinado por factores naturales como también por la incapacidad del hombre para poder comprender o sintetizar la información adecuada que le permita un mejor vivir.
   En este ensayo me referiré a “El tema de la violencia en la estética literaria”, haciendo referencia a las obras: Los de abajo; La vorágine; Don Segundo Sombra; Alsino; Doña Bárbara y brevemente a La invención de Morel. Estas producciones literarias, a pesar del universo cargado de violencia, son una profunda expresión en busca de equilibrio social y justicia. Mediante el recurso a la denuncia, representan un estadio de libertad creadora en el continente latino y los estados psicosociales que el hombre alcanzó entre las dos guerras mundiales. Pero, paradojalmente, las multitudes que morían, parecieran mostrar un espíritu contrario.
    Más allá de la violencia, estas obras tienen otro pilar en común y el que no puede ser omitido: toman a la realidad como referencia, en contraposición de las posturas que asumen los nihilistas, quienes toman a la literatura como referencia y se disocian de la realidad.
   Al buscar las causales en la novela, veremos al individualismo, como la expresión responsable de actos desastrosos, que trata, por lo general, de imponerse mediante la sumisión y los actos coercitivos. Este aspecto fue tocado con acuciosidad por parte de los naturalistas, quienes afirmaban que la literatura servía para hacer un diagnóstico de la realidad, transformándola en instrumento auxiliar de la sociología antropológica.
   Mariano Azuela, escritor mexicano nacido en 1873, testigo de miseria y atropellos cometidos durante la nefasta dictadura de Porfirio Díaz (1880-1910)[2]; nos muestra en su obra publicada en 1915[3], la psicología social imperante a la época, retratando al individuo como a un ser ególatra que se incorpora a la guerra por mero fin personal, ajeno de todo contexto histórico y responsabilidad colectiva. En esta obra, Demetrio Macías es el personaje que sufre a manos de las tropas federales los excesos contra su familia, y luego, después de carear a la soldadesca, en la huida que lo obligan a refugiarse en la sierra, sufre la pérdida de sus bienes materiales.
   Demetrio, inspirado por el deseo de venganza, busca a otros seres marginales, a quienes incita a que le ayuden a obtener su propia justicia.

—Si Dios nos da licencia —dijo Demetrio—, mañana o esta misma noche les hemos de mirar la cara otra vez a los federales. ¿Qué dicen, muchachos, los dejamos conocer estas veredas?[4]

   Demetrio, sin ideales ni pensamiento ideológico que pudieran otorgarle un asidero para establecer metas específicas, es retratado como un ser sediento de venganza y castigo, quien enfrenta a las tropas federalistas, saliendo aireado, y al mismo tiempo, ganando un prestigio y popularidad por sus lides triunfales. Este nuevo caudillo, degenerado por el ansia de poder y la motivación personal, él termina víctima de la codicia, donde otros miembros de sus filas lo traicionan, por la envidia que causa el poder.
   Es la desolación social aquello que empuja a las multitudes a seguirlo. Él se transforma en el jefe de la anarquía y hábil continuador de la violencia colectiva, la cual tiende a hacer desaparecer las directrices de la sociedad. Mariano Azuela nos muestra en esta obra realista y escalofriante, la psicología destructiva del individuo, donde la muerte es un mero elemento pasajero con un profundo sentido materialista, analizando el problema social en su conjunto. Azuela, con su realismo social pareciera estar preocupado por mostrar y denunciar el fraude de la revolución.
   En esta obra, la violencia es un estado general, el instinto está por sobre la razón, imponiendo un carácter abstracto a la violencia psicolectiva.  

Y al pie de una resquebrajadura enorme y suntuosa como pórtico de vieja catedral, Demetrio Macías, con los ojos fijos para siempre, sigue apuntando con el cañón de su fusil...[5]

   El problema en torno a la violencia es determinar que es violencia y cuando esta se manifiesta. Esta situación ha hecho a pueblos enteros caer en el barbarismo físico para poder defender las nociones que poseen en torno al fenómeno de la realidad. De esta manera, es como podemos ver la disimilitud de apreciación y la ambivalencia que se produce al enfrentar las nociones de libertad que el hombre posee; y es así, como la literatura ha logrado ilustrar con una compleja arquitectura estética tales estados. Aunque la precisión de esta no corresponde a un método científico, tampoco existe una ciencia de la violencia que permita ejercer una función reguladora sobre ella.
   En 1923, La vorágine[6] produjo un gran revuelo en las aulas intelectuales[7]. El escritor venezolano nos muestra al hombre como víctima de la naturaleza, la cual le impone una forma azarosa de vivir. Aquí la violencia está determinada por el medio y el fatalismo que terminan por imponer y conducir al hombre a cruentas luchas de supervivencia.

Lenta y oscuramente insistía en adueñarse de mi conciencia un demonio trágico. Pocas semanas antes, yo no era así. Pero pronto los conceptos de crimen y los de bondad se compensaban en mis ideas, y concebí el morboso intento de asesinar a mis compañeros, movido por la compasión. ¿Para qué la tortura inútil, cuando la muerte era inevitable y el hambre andaría más lenta que mi fusil? Quise libertarlos rápidamente y morir luego.”[8]

   En esta obra, la violencia está retratada a nivel del instinto, donde la caracterización psicológica de los personajes está exenta de demarcación, predominando una preocupación por ilustrar los acontecimientos y formas de vida del hombre en determinado sector geográfico.
   El uso que los naturalistas otorgan a la literatura sirve para hacer un diagnóstico de ella, contrario a lo que afirmaban los románticos, que establecían que la literatura era para edificar espiritualmente al hombre. La doctrina positivista, en la cual se fundamenta el naturalismo, no considera al hombre como un ser espiritual, sino, como algo material. Aquí, el ser humano como cualesquier animal, es sólo un ser fisiológico movido por la fuerza de los impulsos y su temperamento. Es así como la literatura naturalista ejerce una función cognoscitiva de denuncia social, contraria a la opinión de algunos conservadores que la tildan de protesta social, especialmente cuando esta caracterización conlleva un tono despectivo contra la creatividad de América latina.
   La voráginese sitúa en el contexto histórico de la apatía y el espíritu de derrota que empuja al hombre a buscar otras modalidades de vivir, tratando, al mismo tiempo, de evadirse del drama en que vive.

la posguerra mundial supuso el acceso de estas naciones a una situación de democracia formal, y a una dialéctica desdichada de conatos revolucionarios y dictaduras militares. Esta dialéctica todavía subsiste, y proyecta la ieja tradición de la literatura social, indigenista y telúrica, hacia concreciones de tipo más conflictivo.[9]

   El carácter crítico de esta novela, contra la explotación de las caucherías, impone al autor una fuerte sanción de violencia, al grado que éste termina víctima de un fallido atentado contra su vida por haber denunciado las atrocidades en esta zona.
   Pero el drama de la violencia, no fue circunscrito a la escritura de las sabanas venezolanas, sino que también se extiende a las pampas argentinas. Durante este mismo periodo, otro autor preocupado por la realidad, retrata la violencia con una elaboración mucho más compleja.
    Don Segundo Sombra[10], obra publicada en 1926, retrata la vida y las costumbres de los habitantes de las pampas argentinas, con un lenguaje distinto y también, con un final que elude la concepción fatal de la realidad y la vida.
   En esta obra existe una carencia descriptiva de la realidad política y sociológica; sólo se sume en la caracterización psicológica de la interacción y en el retrato simbolista de sus personajes. Aquí, el estado espiritual del hombre constituye una preocupación del autor, quien, recurre a los elementos místicos o sobrenaturales para poder explicar los niveles y estados del individuo.

Pasé al lado del cementerio y un conocido resquemor me castigó la médula, irradiando su pálido escalofrío hasta mis pantorrillas y antebrazos. Los muertos, las luces malas, las ánimas, me atemorizaban ciertamente más que los malos encuentros posibles en aquellos parajes[11].

   Es este tipo de descripción psicológica, donde se refleja la condición de desamparo y fragilidad interior, nos permite ver el nivel de observación que el autor pretende llevar a fin, ignorando o dejando de lado aspectos más concretos relacionados con el mundo geográfico.
   Aquí existe un drama parecido al de La vorágine. El hombre se ve amoldado a la realidad a causa de la hostilidad del mundo externo y que está compuesto por la naturaleza. Aquí existe una hostilidad en el lenguaje subjetivo y el estado de superioridad que adopta el protagonista frente a los demás, mediante el empleo de los mecanismos de defensa de la presunta indiferencia:

De los cuatro presentes sólo Don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba y ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio.
—Un barroso grandote —repitió el borracho—, un barroso grandote... ¡ahá! Aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos... En San Pedro cuantan que hay muchos d’esos bichos; por eso dice el refrán: San Pedrino El que no es mulato es chino.[12]

   Este extenso párrafo de psicología descriptiva nos habla de los rasgos áfros de Don Segundo Sombra, y al mismo tiempo, en breve, nos introduce a una atmósfera que se describe colma de violencia. En esta descripción, la victima y el victimario son elementos activos en una lucha psicológica. Es el racismo, ágilmente presentado, el elemento que se utiliza para minar la identidad y talante de Don Segundo.
   Aquí el sentimiento de malevolencia es el cinismo que se traduce en un menosprecio consciente, exteriorizado en la agresividad hacia las jerarquías y relaciones de valores de otros hombres; siempre se lleva a cabo con la intención de herir a los demás en sus sentimientos. Es importante destacar que el cinismo es un estado de maldad primitiva, la cual consiste en hacer daño a los demás, destruyendo la plenitud vital y la seguridad que han obtenido en determinados valores de identidad.
   El recurso del cinismo, como instrumento descriptivo de la violencia primitiva en la obra de Güiraldes, permite una sofisticada forma estética para poder entregar información al lector y así, reflejar el estado moral de la época, y en lo fundamental, la del individuo. Aquí, al margen de los enfrentamientos brutos, la violencia está en estado subjetiva, y en esta misma forma, se introduce al drama externo del mundo circundante que moldea la personalidad del rústico hombre de las caucherías.
   Es importante hacer un paralelo entre Don Segundo Sombra y La vorágine. En esta última, el hombre que es víctima de la naturaleza, desaparece arrastrado por el instinto de la fatalidad como en un privado nihilismo moral:

El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente:

“Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”

   En Don Segundo Sombra, el hombre progresa, se refina y pasa a un desarrollo superior.

A todo esto, poco a poco, me iba formando un nuevo carácter y nuevas aficiones. A mi andar cotidiano sumaba mis primeras inquietudes literarias. Buscaba instruirme con tesón[14].

   El hombre adquiere un aprendizaje del mundo circundante, procesa la realidad y la amolda a su necesidad. Es así como la determinación de los valores de violencia en La vorágine caen en lo concreto, y en Don Segundo Sombra, en lo subjetivo.
   Pero, para profundizar el problema de la violencia en las obras citadas, considero fundamental referirme al período histórico en que fueron escritas, como también a las condiciones económicas del continente. Es durante éste lapso que las guerras civiles y los asaltos por el poder terminan por producir una apatía colectiva en América latina. El individuo se transforma en una entidad cerrada. Este período de ecléctica conducta social, produce las observaciones y acusaciones que terminan por dar un giro completamente distinto a la visión de la problemática.
   Otra obra alucinante con su veredicto de la realidad sintomática, es Alsino[15], la cual opta por un camino espiritual y metafísico, con un final trágico como en La vorágine, donde Arturo Cova al tratar de construir una vida mejor, después de comprender el drama que lo rodea, desaparece consumido por la selva. En Alsino, el protagonista, después de comprender la realidad, se volatiliza en la caída de su suicidio[16]:

Y como quien desata sus ligaduras, extiende tembloroso sus manos, y echando sus alas hacia adelante y hacia abajo, en su desesperación, las toma y aprieta entre sus brazos como un círculo de hierro.[17]

   Nuevamente nos encontramos con un espíritu decadente, noista y cruel. Su egoísmo de ser, su identidad de pájaro, no son diferentes al pragmatismo del cura, del policía, del hacendado que pretendía ganar dinero con él, o a la niña que murió de amor. Alsino es un personaje que reviste un aparente grado de inocencia, pero en la realidad, él es un resultado del medio mezquino y ciego en que vive. En él existe el instinto del placer y el sentido de la violencia:

Pronto Alsino les da alcance; vuela sobre la manada en fuga. Auriga que azuza los corceles de su carro invisible, los azota con gritos violentos que zumban en el aire como el látigo de una fusta implacable que estalla.[18]

   Más adelante, de esta descripción, el placer de Alsino se encuentra en el dolor:

Cuando ve que el potro, sudoroso, comienza a cubrirse de espuma, y lejos de mermar la distancia que lo separa de sus compañeros, va quedando cada vez más y más distanciado, abre sus alas, afloja sus piernas y, despreciativo, dejándolo libre, lo abandona para escoger una presa más digna.[19]

   Alsino es un niño de naturaleza triste, violentado desde la infancia y su tristeza encierra un verdadero sufrimiento existencial, el cual gravita con todo su peso y lo empuja hacia la nada: la muerte. Pero es el sentimiento metafísico, el sufrimiento, el dolor del alma, aquello que le impone a Alsino ir en busca de la paz eterna. Aquí aparece la figura de Dios, donde el instinto místico del ser busca su último horizonte.
   Durante este período, los escritores sin ser desconformistas sociales, alarmados por el mundo y realidad que vieron, tratan de crear obras que retraten la identidad nacional en su estado natural, sin inventar sociedades que negaran la realidad. Esto produjo grandes complicaciones para algunos, que gracias a los atrevimientos que les eran propios, lograron plasmar, junto al espíritu rebelde de la época, un excelente retrato de la sociedad que conocían y también del individuo.
   Aquí nació Doña Barbara[20], una obra orientada por el determinismo de la geografía inmediata, la cual, amolda la conducta y la realidad de sus personajes. Es la historia de una joven mujer que se enamora de un vagabundo que le enseña a leer y a escribir y que es mandado a asesinar. Esta acción, sin duda, produce un sentimiento de desamparo, de tristeza, de abandono; una frustración psíquica, que luego sería aumentada por la violación que sufre a manos de unos insurgentes:

Ella sólo recordaba que había caído de bruces, derribada por una conmoción subitánea y lanzando un grito que le desgarró la garganta.
Lo demás sucedió sin que ella se diese cuenta, y fue: el estallido de la rebelión, la muerte del capitán y enseguida la de el Sapo, que había regresado solo al campamento, y el festín de su doncellez para los vengadores de Asdrúbal[21]

   Es el instinto salvaje determinado por la naturaleza hormonal del hombre, lo que impone una drástica actitud y carácter de supervivencia al mundo de la protagonista. Ella, al igual que Demetrio Macías y Arturo Cova, sufre los trastornos que le imponen un violento mundo circundate y entra, de esta manera, a la agonía indomable de la barbarie que, eventualmente, al igual que Demetrio y Cova, termina por consumirla.
   Si el mundo circundante, destructivo, cargado de miseria es producto del hombre, éste pasa a ser el enemigo inmediato de Doña Bárbara, la cual vive en busca de venganza, empleando para ello, todos los medios y astucias.
   La mujer que se había hecho indómita, la antihombre de las sabanas venezolanas, sufría la desdicha de ser ignorada por el hombre que ella amaba, imponiéndole a esta frustración de su carácter, el sentimiento frío de la ausencia: “Pero como Santos Luzardo no aparecía por allá, ella andaba cavilosa,...”[22]. Éste es un elemento clave, aquí se encuentra la lucha del bien y el mal. Luzardo es el futuro, la luz de la justicia; el idealismo creador que termina por domar la hostilidad exterior, como en Don Segundo Sombra, y Doña Bárbara, es el materialismo irracional, la pugna permanente de la amargura y la hostilidad.
   Es así, como la violencia que se retrata en Doña Bárbara, se transforma en una condición humana que cubre todos los estadios del temperamento victimado, como el de Demetrio Macías.
   En estas obras podemos ver diferentes matices de violencias, las cuales desembocan a un mismo afluente de miseria y crueldad. El ángulo con el cual se observe a estas conductas y realidades, dependerá, fundamentalmente, de la capacidad anímica y racionalismo espiritual[23] del lector.
   Otra obra que se adhiere a este drama, tardíamente, muestra rasgos escuetos de violencia[24], donde predomina el carácter lacónico[25] del narrador, quien mediante los recursos fantásticos de la novela de ficción, trasluce con racional cuidado la historia. Bioy Casares, con su técnica de narración psicológica, nos muestra a un narrador que lee de su diario y exprime sus concepciones de denuncia, refiriéndose a la corrupción de la cual se evade. Este elemento de persecución que lo aprisiona, es una hostilidad que concluye como en las obras anteriores, transformándolo en un ser marginal. Cuando nuestro protagonista se refiere a aquello que rechaza, acusa al lector el drama que arrastra y levemente nos menciona:

con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualesquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos.[26]

   Pero la necesidad de plasmar la realidad y denunciar el barbarismo social que el hombre y la mujer ejercen en la sociedad y la naturaleza, obliga a otros escritores a buscar modelos estéticos adecuados para tal fin, que termina por amoldarlos a un trágico tono violento. Otros escritores, desesperados por el drama de sus naciones, desprovistos de consideraciones estéticas, escriben apresurados sobre la violencia.
    La invención de Moreles un enjuiciamiento al estado y sus normas, y aunque se refiere a Caracas[27] y para el lector pareciera una evasión, el valor es el mismo. La realidad y estados políticos de “los países de América del sur, se encontraba violentados por el saqueo de la oligarquía nacional y extranjera”[28].
    La invención de Morel está centrada en un escapismo, lejos del materialismo que toa la violencia.
   Al concluir este trabajo en torno a la violencia y amparado en mi experiencia personal y las obras referidas, es importante establecer que la violencia es una condición humana y negar tal condición es reprimir el ser, creando violencia innecesaria. La solución, a mi juicio,     está en ejercer la violencia como si esta fuera un sentimiento o un sentido como los que ya poseemos y de los que estamos conscientes. Esto nos permitiría practicar diariamente el carácter fisiológico de tal conducta sin tener más victimarios que el placer de saberse libre del daño a otro ser.
   Solucionar el problema de la violencia no radica en polarizar esta conducta por la irracionalidad del pacifismo, como tampoco, omitir el sentido e importancia que esta manifestación de la conducta tiene para el hombre, pues éste aspecto contribuiría a un desequilibrio de mayor complejidad en el individuo o colectividad. La negación de la violencia y la lucha contra ésta es una contradicción y por ende un acto violento en sí. El drama de la violencia no está en eliminar tal conducta, sino en canalizar a través de ella, los diferentes estados de la humanidad para así, poder ejercer un control e impedir resultados que terminan por sacrificar a gran parte de la humanidad.




Obras consultadas




  • Arango L., Manuel Antonio. Gabriel García Márquez y la novela de la violencia en Colombia. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.



  • Araujo, Orlando. En letra roja: la violencia venezolana literaria y social. Caracas: U. Católica Andrés Bello, 1974.



  • Azuela, Mariano. Los de abajo. México: Fondo de Cultura Económica, 1986.



  • Bioy Casares, Adolfo. La invención de Morel. 7a ed. Madrid: Alianza Editorial, 1991.



  • Conte, Rafael. Lenguaje y violencia: introducción a la nueva novela hispanoamericana. Madrid, Al-Borak, 1972.



  • Gallegos, Rómulo39a ed. Calpe, 1991.



  • Güiraldes, Ricardo. Don segundo sombra. 7a ed. México: Editorial Porrúa, 1986.



  • Ianni, Octavio. Imperialismo y cultura de la violencia en América latina. México: Siglo XXI, 1970. Trans. del Portuguese.



  • Lesvery, Eduard. América latina: Paz y Justicia. México: Terreno Libre, 1991.



  • Neremberg, Elías. Violencia y desequilibrio químico. Jerusalem: Ediciones Latinas, 1987. p 37.



  • Ortiz, Orlando. La violencia en México. 2a ed. México: Editorial Diogenes, 1972.



  • Pavia, Joaquín. Contra la violencia, el dolor y la miseria. Madrid: Abierto, 1977.



  • Portal, María Rulfo. Dinámica de la violencia. Madrid: Cultura Hispánica, 1984.



  • Prado, Pedro. Alsino. 8a ed. Santiago: Editorial Nascimento, 1963.



  • Quintana, Rolando. Arte y revolución. Bolivia: Patria Libre, 1975.



  • Rivera, José Eustasio. La vorágine: Edición, prólogo y notas de Fernando Rosemberg. Buenos Aires: Editorial Losada, 1985.



  • Sánchez, Luis Alberto. La violencia. Lima: Mosca Azul, 1981.



  • Suárez Rondón, Gerardo. La novela sobre la violencia en Colombia. Bogotá: Serrano, 1966.



  • Yepes Boscán, Guillermo. Violencia y política. Caracas: Monte Avila, 1972.
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