miércoles, 15 de agosto de 2012

Deshacerse en la Historia. SERGIO CHEJFEC


 

 

 


Motivo


Como tiene demasiados años sobre las espaldas, el hombre quiere dar testimonio de su experiencia. Ha venido a exponer, no a impresionar y mucho menos a convencer. Por eso imagina como espacio de presentación un escenario simple y austero: algún taburete, una pared sencilla, una mesa vieja. Advierte que llega con lo puesto y carece de otra cosa que argumentos deshechos; incluso no podría darles este nombre más que en un sentido muy general, como cuando uno se refiere a explicaciones azarosas o relatos de episodios incompletos. 
Entre las cosas que le han ocurrido hay muchas que ignora; además, en una buena cantidad de casos fueron ajenas o a la postre contrarias a su voluntad, si es que puede decirlo así. Como todo el mundo, una parte de su historia le parece definitiva y la otra siempre le ha sido incontrolable; quizá debido a eso no se pregunta por los motivos de lo sucedido, en realidad jamás pudo valorarlos. Se refiere a la naturaleza de esos motivos: encuentra difícil discernir si han sido profundos o superficiales, tampoco sabe si sería importante aclarar el punto. En todo caso, una vaga idea de enseñanza y una fuerte intención de advertencia empujan este propósito de brindar testimonio, porque si no lo ofreciera, aclara, qué quedaría de sus peripecias; acaso debería convalidar las desgracias propias con el silencio y, como suele pasar, bajar la cabeza. No se resigna a eso. Prefiere decir que obedece a su destino antes que no decir nada.
A la vez, mientras el mundo siga siendo mundo, aquello que Fierro pueda decir tendrá un efecto bastante limitado. No limitado frente a sus ilusiones, ya está entregado a casi todo y no espera casi nada, sólo una vejez digna y una soledad tranquila, sino limitado respecto a la improbable incidencia concreta de su alegato. Dice que basta con ver el número de historias que se han leído, previamente escritas para inducir algún cambio, aunque sea secundario o puntual, sobre algún aspecto de la realidad, cuyo efecto ha resultado como mínimo desconcertante, en la medida en que fue inverificable, lo que equivale a decir un efecto nulo. Es cierto que nunca nada es del todo nulo, ello va en contra de la ley de la existencia, a veces lo débil impone cambios tangibles después de una incierta cadena de circunstancias; pero eso requiere de gran confianza en una lógica particular, demasiado optimista, y en especial precisa de una verificación tan enredada y controversial que desafía la certeza de cualquier dudoso hallazgo.
Puede proponerse alguna novela de Onetti, tantas de ellas bastante parecidas y a primera vista intercambiables. ¿Alguien es capaz de creer que hayan tenido una incidencia práctica sobre el mundo? Para Fierro, eso pertenece al terreno de lo inconcreto. Supone que la incidencia es un tema delicado. Quizás Onetti no sea el mejor ejemplo, porque ningún lector de sus historias supone explícitamente que las cosas vayan a cambiar después de leerlas, al contrario, son libros que sellan la realidad y lo dejan a uno sin esperanza ni consuelo frente a las apariencias y sus causas. Todo el tiempo muestran una verdad impuesta sobre cualquier desgraciada o feliz circunstancia.
En una oportunidad, hablando con otro escritor, Saer, hubo un desacuerdo. Saer sostenía que la literatura es capaz de modificar la experiencia; Fierro pensaba lo contrario. Le pedía a Saer un ejemplo; le dio varios, aunque todos pertenecían a la literatura: personajes que buscan parecerse a modelos leídos en otros libros. De manera inversa, Fierro buscaba el ejemplo en la vida: el peón o el estudiante que deciden cambiar después de un cuento revelador; el padre que encuentra en una novela el impulso para disparar a su familia y luego matarse. Fierro piensa que la literatura perfecciona en un plano ambiguo: nos hace más tortuosos y enseña a ser más evasivo. En este sentido, en efecto induce un cambio en la experiencia, aunque no en el sentido positivo que habitualmente se le asigna, y mucho menos inequívoco.
Entonces sostiene que no tiene esperanzas acerca del eventual efecto de este relato. Y si algo lo lleva a emprenderlo es un sentimiento de deuda antes que un deseo de ejemplificación o de advertencia. A veces siente que debe algo a todas las personas que conoció, hayan o no tenido, para él, un efecto benéfico. Es de lo más grave que puede ocurrirle a un autor: pensar su obra como reparación, o peor, como gratificación; eso lo sabe. Pero cuando uno llega a la vejez, muchas veces asume la perspectiva que reparte la propia existencia entre los individuos que ha conocido, más allá del verdadero papel asumido por ellos. Fierro está en el punto donde la literatura ya es una prerrogativa de la vida, y como tal se conjuga con la biografía.
Desarrollo
En la escena inicial se ve al hombre apoyado contra la pared blanca. La pose tiene algo de difícil o displicente, lo que hace pensar en una incomodidad que no podrá mantenerse por mucho tiempo. Pero si alguien asoma la mirada por el costado del personaje, distingue un taburete ejemplarmente adosado a la pared; la tabla delgada, sostenida por una pata solitaria y angosta. Es donde el cuerpo se asienta.
El hombre debe arquear un poco las piernas para apoyarse en la tabla, ello da la impresión de una postura forzada o artificial, como si la representación hubiese empezado cuando no estaba listo. La pared, de superficie irregular, está cubierta por una pintura blanca que parece haber sido usada para cuidar el deterioro antes que para disimularlo; o para mantenerlo limpio y sobre todo controlado: para conocer rápido, ante un nuevo grano, fisura o marca, si se ha producido un daño reciente.
Fierro levanta la guitarra y se prepara para tocar, extiende los brazos como si los elongara y se inclina sobre ella para escuchar mejor. En realidad lo hace por una suerte de convención teatral a la que supone que debe obedecer, porque en la sala no se oirá su canto como tampoco la música de ese instrumento. Sobre el muro aparecen objetos alusivos al trabajo pastoril, casi exclusivamente de cuero o de madera, apenas muy pocos de hierro, que cuelgan como si se tratara de una exhibición escolar o de la pared de algún restaurante de carne a la parrilla.
Esta decoración inspira desconfianza, en todo caso incertidumbre, porque los rebenques, lazos, bolas, incluso guascas y hasta un apero solitario con su jerga, colgando recto como si estuviera listo para la llegada del caballo (una bestia que sin embargo debería acercarse, si lo hiciera, con la precaución de inclinar hacia abajo el pescuezo y la cabeza, para poder pasar, o avanzar de costado hasta chocar contra la pared, o caminar trabajosamente hacia atrás, bajando un poco las ancas para no embestir la montura), ese conjunto de objetos parece un subrayado excesivo, que distrae o distorsiona el supuesto clima asignado al momento.
Por su parte, en su inmovilidad Fierro recuerda a esos muñecos de pasta o resina que los artistas contemporáneos presentan en situaciones dinámicas pero congeladas: apoyados sobre paredes, emergiendo de cajas, subiendo o bajando escaleras. En este caso el único movimiento del personaje se verifica en sus manos, cuyos dedos puntean la guitarra. Su destreza parece ambigua, sin duda inverificable, porque consiste en moverlos a poca distancia de las cuerdas, de manera de no producir sonidos.
Este silencio es más evidente que cualquier sonido y ello produce en la sala un sentimiento de conmoción. Uno se pregunta si el hombre habrá decidido manifestarse sólo a través de gestos y símbolos, de paredes y adornos.
Otro tema es la ropa. Fierro tiene puesto un poncho inmenso que casi le llega a los pies. Por los costados se distingue el chiripá, de un color crudo, y sobre el pecho, visible por el escote del poncho, lleva una raída camiseta de color indefinido, por donde asoma el vello entrecano. Las alpargatas también son viejas: hacia los costados parecen aplastadas o demasiado estiradas, y por adelante se ven dos agujeros producidos por las uñas de los dedos más grandes.
El responsable de la escena ha preferido que Fierro mantenga los ojos cerrados, quizá como una forma de concentrar el dramatismo en las facciones y la vestimenta. Uno lo observa y parece afectado, o en plena cavilación alrededor de sentimientos profundos, inseguro de decidirse por alguno de ellos.
Este hombre será viejo en poco tiempo, ya está comenzando a serlo, no tanto por sus años, probablemente menos de los que aparenta, como por el rigor con que han obrado sobre él. Tiene el rostro aindiado, y su piel es oscura hasta el punto de desanimar a varios entre el público, que en general espera actores blancos. Quizá sea una ilusión debida al maquillaje, o pudo haber un motivo que lo hizo innecesario.
En la sala hay quienes creen que ese aspecto deriva del medio físico, el tiempo incierto y el lugar impreciso a los que alude la escenografía, digamos la ambientación. Quizá la apariencia de Fierro provenga de la vida rústica en el desierto y de la vecindad con los indios, o sea, de la adquisición de nuevos gestos y con ello de otra fisonomía facial, de otra forma de mostrarse y en general de una nueva actitud corporal. Son factores que derivan de un mismo evento.
El hombre ha terminado algo, nadie sabe si fue un hecho banal o una acción importante. Esta incertidumbre se proyecta sobre su pasado inmediato, porque tampoco nadie sabe de dónde está llegando en ese momento.
A lo mejor recién acaban sus tres años con los indios, ejemplarmente simbolizados en tres rayas cruzadas en el centro, como si fuera un asterisco precario, marcadas con lápiz grueso sobre la pared. O quizás Fierro está a punto de dar por terminados sus famosos cantos y ahora se despide del público y de sus hijos, con quienes, según muchos recuerdan, finalmente se ha reencontrado.
Si bien uno no ignora que ha transitado momentos difíciles y de peligro, más allá de su aspecto físico el hombre es reticente en la información. Por lo tanto hay quienes dudan. El rostro es la única apariencia que cuenta; alguien pudo haberle prestado la ropa que lleva, hasta las alpargatas son a su modo falsas.
El público debería percibir antes de la segunda escena la contradictoria majestad de este hombre, porque en pocos minutos podrán verse los primeros personajes agregados. Será cuando aparezcan por el costado de la pared sin anunciarse. Fierro lo intuye y en su cara se dibuja un gesto adusto, como si estuviera preparado para atender historias diferentes, solidarias o contrarias a la suya. En realidad, también se podría tomar esa firmeza como un rictus de dolor: algo molesta o daña, o es la prolongada postura.
Qué puede doler. Una herida, un mal evento físico, la decadencia del cuerpo o, como se dice, un recuerdo amargo o algún remordimiento. En todo caso es rictus y es gesto infortunado, porque queriendo reprimir quizás alguna mueca reveladora, a lo mejor tan solo una molestia pasajera, el esfuerzo se congela en la cara Fierro como turbación continua, de esas que se instalan y no se van.
Quizá no fue la mejor idea ubicar al personaje cerca del rebenque. Es que el rictus puede anunciar peligro, alguna irritación latente o sencillamente una crueldad a punto de desatarse. Las bolas tampoco están lejos, si quiere las alcanza en dos pasos, y una mirada atenta también podrá advertir el legendario facón casi a sus pies, de lima de acero y con gavilán en S, escondido tras el ruedo oblicuo del poncho.
La gente por lo tanto se distrae antes de la segunda escena. Varios esperan lo peor, aunque lo peor sea algo muy difícil de definir y la sola aprensión resulte agorera.
Pero de pronto se produce un cambio de tema en la mente de Fierro, un desvío de expectativas, algo parecido a un sosiego que se reencauza. Esto repercute en su parodia de música, porque aunque nadie la oye todos son capaces de decir que suena mejor. Tal vez el rictus no fue otra cosa que el prólogo de la nueva escena; el afán del maestro de ceremonias por ofrecer el ambiente propicio a la entrada de los próximos personajes.
Aparecen una mujer y dos niños, vienen a ser la familia del hombre. Avanzan en silencio, uno supone que demorados por la timidez. Cuando se acomodan, el más chico queda junto a su madre; ella, a su vez, a la derecha de Fierro. El más grande se instala a la izquierda del padre. Arman entonces una escena fotográfica. Se ha conformado una pose y más de un espectador tiene la tentación de disparar su cámara. Otros quisieran darles un nombre: cómo llamarla y describirla. Por ejemplo, la familia gaucha.
Fierro no ha interrumpido su ejecución aunque fue ostensible el cambio de tiempo, o por lo menos un acorde inesperado o un débil sobresalto, porque pudo verse en los dedos y en su semblante un fugaz entendimiento de la nueva situación, acaso emotiva.
Como si se tratara de una escena estudiada, los chicos miran el piso. La mujer observa en una dirección incierta, hacia un punto también ubicado abajo, aunque un poco más lejos, mientras entorna los ojos hacia el  hijo menor. Esta mirada doble le confiere un aire de desconfianza, en todo caso de persona en guardia y alerta para lo que pueda ocurrir.
Las ropas de los tres son similares a las de Fierro. La madre y el hijo mayor calzan alpargatas también gastadas; el hijo más chico es la excepción, porque lleva unos zapatos abotinados, viejos y abiertos que le quedan grandes. Uno podría preguntarse si no serían más aptos para el otro hijo, pero de inmediato imagina que no los quiere; es el mayor y acaso conoce la historia de los zapatos y por lo tanto se muestra prevenido. Llevan ponchos largos, como el del hombre; los muchachos visten pantalones cortos, bastante maltrechos, y la mujer una pollera gris, más bien de un indefinible color oscuro.
De los cuatro, es ella quien se muestra más intranquila. A lo mejor intuye algo que escapa a la percepción de los demás. La inquietud se convierte en impaciencia, y después de unos momentos esta impaciencia resulta en desesperación. Esto es notorio por su manera de respirar, que al hacerse irregular, y de a poco más estremecida, se convierte en un resuello que agita el poncho de forma violenta. Es la única señal de lo que ocurre.
Mientras tanto, absorbido por la excitación psicológica de la mujer, más de uno ignora cómo se incorporaron nuevos elementos a la escenografía. Ahora hay una cama blanca, unos barrotes de hierro y en el rincón más oscuro de la sala una pila desordenada y sucia de trastos, de cuya cima emerge una mano a la cual varios perros famélicos miran con avidez animal.
Varios entre el público se interrogan sobre el significado de estos agregados, porque si bien resulta evidente que aluden al futuro, nadie tiene indicios claros para referirlos a cada uno de los nuevos personajes. Cuando la incertidumbre alcanza la máxima intensidad, hasta el punto de resultar difícilmente tolerable para la mayoría, la familia del gaucho empieza a moverse. Madre y niños caminan despacio hacia los costados, como si se tratara de una danza irreconocible de tan simple: ella y el hijo menor hacia la derecha, aunque en direcciones distintas, el hijo mayor hacia la izquierda. Así, los cuatro quedan separados.
La gente entiende que es una representación del destino: la familia se dividirá. En este momento es el hombre quien pone la nota emotiva, porque ante la disolución familiar aumenta el énfasis del instrumento, lo que resulta visible por el movimiento de los dedos, podría decirse más aparatoso, como si la necesidad expresiva superara las posibilidades de la melodía, ahora en apariencia insuficientes.
A esta altura, uno supone que el tiempo avanza. La familia se está separando, de modo que cada quien se embarca en su propia leyenda, con sus particulares condiciones de temporalidad y sus propias reglas de destino.
Las historias de los tres serán simultáneas, no tanto porque hayan coincidido en el tiempo, cosa en definitiva indemostrable, sino porque se sustrajeron juntas a la presencia del hombre. Este desgajamiento las hace paralelas, satelitales y autónomas a la vez. Por qué satelitales, puede uno preguntarse. Porque no se apartaron del influjo de Fierro, esa relación es decisiva para que hijos y mujer evadan el anonimato más indeterminado.
Entre la segunda escena y la siguiente no hay espera. Los tres personajes se ponen de nuevo en movimiento, yendo cada uno hacia la escenografía donde se representa el propio destino. El hijo menor se acerca al túmulo de cosas ruinosas con la mano solitaria en la cumbre, acaso como símbolo de rendición. Está en un costado de la sala, que a su vez prefigura el rincón de un rancho.
Sería largo describir el carácter de estos objetos amontonados, a uno se le ocurre pensar que son el botín de una vida rapiñera y mezquina, reflejo de un deseo de acumulación primitivo, nunca selectivo y sobre todo indetenible. Entre el público se sabe que no es del niño la mano que sobresale del túmulo; ésta es una mano consumida y arrugada, perteneciente a un cuerpo anciano, que quizá descansa allí abajo. La contradictoria abundancia del túmulo hace pensar que el muchacho tiene como destino ser una especie de dependiente, alguien adosado o asomado a un hombre mayor de ambigua trascendencia.
El hijo mayor, por su parte, se habrá dirigido hasta las rejas. Son unos barrotes de hierro apoyados contra la pared blanca, que probablemente han servido en alguna casa antigua para resguardar la ventana. Sin embargo acá prefiguran lo más obvio, la celda y la cárcel. Hay bastante espacio entre pared y reja para que el hijo se siente, si quiere; y si no lo hace uno supone que puede deberse a dos motivos: primero, le parecería una concesión verista a un relato que no precisa de mayores pruebas; o segundo, la reclusión no ocupó completamente el futuro; fue un trance importante, acaso el decisivo, pero no el único.
Por lo tanto le habrá parecido excesivo proponer un arraigo con la escenografía que exagere la compenetración vivida, si es que puede decirse así. Los barrotes están desgastados, muestran marcas de golpes, raspones y pintura saltada, el deterioro del tiempo.
A su turno, cuando le toca moverse, la mujer va a plantarse junto a la cama, blanca y solitaria en medio de un espacio vacío. Es una cama antigua, de esas que había en hospitales de jardines umbrosos y pabellones de techos altos. No obstante esta cama alude a otra, que debería ser bastante más vieja y que el público no conoce. A lo mejor en la época de la mujer los hospitales no tenían camas, quién sabe. De hecho, está puesta ahí para anunciar que murió enferma, pobre y olvidada en un hospital.
De los tres familiares de Fierro, la mujer es de quien menos información tenemos. Esta cama es el único emblema que puede mostrar. Como el hijo mayor, que no se acomoda tras la reja, tampoco ella se tiende o recuesta en la cama; permanece de pie y aguarda que la representación transcurra. Es probable que alguien del público se ponga a pensar en los contrastes.
El hombre sigue tocando la guitarra, cada vez más ensimismado en el instrumento y, uno supone también, absorto ante el futuro-pasado de cada uno de los suyos, que ahora conoce después de tanto tiempo.
Pero cómo el público sabe que ha transcurrido mucho tiempo. Lo sabe gracias a lo único que tiene delante, los elementos de la escenografía y el espesor de tiempo que ellos retienen. En el caso del hijo menor, es evidente que hubo una vivienda, aunque probablemente miserable, y una muerte. En el  caso del mayor, el paso por la cárcel pudo haber sido breve, quién sabe; pero en esos trances siempre hay largas antesalas y secuelas, para no decir que esa experiencia deja marcas permanentes.
El caso de la mujer quizá sea el más resistente a ser descifrado, porque pudo haber estado internada por diversos motivos, desde accidentales a crónicos, lo que a su vez pudo haber ocurrido en cualquier momento sin dejar mayores huellas.  Pero si ese fue el caso, por qué poner la cama y no otro objeto más representativo de una vida normal, cualquier cosa que esto quiera decir. Uno piensa entonces que la mujer llegó enferma al hospital y que allí murió.
Cárcel, hospital, objetos acumulados, casi coleccionados. En la lógica de esta representación son indicios del paso del tiempo, y también de un cambio de los tiempos. El comienzo campesino y pastoril de la familia contrasta con esos atributos de la ciudad. Ahora se comprende que el hombre esté en la vejez.
En la siguiente escena la mujer y los hijos han desaparecido, pero siguen presentes a través de sus atributos: el rincón de trastos, la reja de hierro y la cama de hospital. Fierro continúa templando la guitarra, en apariencia ajeno a la sala.
Al rato vemos aparecer tres hombres. El primero es un indio montado a caballo, con una lanza en la mano derecha. Está semidesnudo, tiene manchas en la piel que uno no sabe si asignar a la travesía, a un ornato permanente u ocasional, o a la vida del desierto en general. Avanza y se pone a la derecha del hombre.
Después entra caminando un negro. Está vestido de un modo elegante y a la vez excéntrico, aunque se advierte que el significado de esta ropa, para quien la viste, pasa por la distinción. Es un atavío de baile, eso queda claro por el cuidado de los detalles y los movimientos amplios que permite.
El tercero en entrar parece un gaucho pendenciero. También llega montado y está vestido de forma ostentosa, exhibiendo prendas que sin duda valora. Tanto el negro como este gaucho terminan poniéndose a la izquierda de Fierro, quien mientras tanto ha seguido con su ejecución, sin perturbarse ni distraerse.
Es en los rostros de los recién llegados donde uno descubre las intenciones. La mirada del indio es fiera; la expresión del negro es alegre, aunque irritable con facilidad; el pendenciero presenta una actitud torva y una altivez sobreactuada.
El indio es el primero en adelantarse hacia el frente. En el pecho tiene dos grandes marcas, hematomas o quemaduras, que llaman la atención de casi todos. El caballo permanece absorto, como si tuviera una larga experiencia teatral y las luces de la sala no lo molestaran, al contrario, lo ayudaran a mantener el hilo de sus pensamientos. El indio blande la lanza como una amenaza dirigida a nadie en particular, también gesticula como si gritara, aunque sin gritar. No hacen falta más señales, uno entiende que alude a un encuentro con el gaucho.
Enseguida baja de un salto del caballo y corre a ubicarse en un lugar marginal de la sala, como si fuera en busca de su propio ostracismo. Antes, cuando el indio pasó al frente, el público ha podido ver bastante bien las pisadas sobre su torso; y si bien todos ignoran cómo lo saben, algo en esta escena, al igual que en las otras, sugiere que esas huellas pertenecen a las alpargatas de Fierro, como si hubiera tenido al indio a su merced ante de liquidarlo. Es curioso que nadie advierta que el caballo se ha retirado, omisión que habría que achacar al dramatismo del episodio.
Después le toca el turno al moreno, que se adelanta dando piruetas y ensayando unos pasos de baile, en verdad un poco forzados y hasta estrambóticos, como si algún peso sobre las espaldas le impidiera caminar bien. Bailando parecerá contento. Pero al cabo de esa alegría inicial y esos gestos divertidos se le ha torcido la cara, algo ha ocurrido. Sabiendo lo que pasó con el indio, el público no iniciado podrá entender que al negro le aguarda parecido destino.
En esta parte es cuando uno se sugestiona más, cree que la guitarra del hombre emite una llamada de muerte, voz de una sirena cruel. Entonces varios quieren dejar la sala, temen la escena como una amenaza dirigida a ellos y temen también que algo escondido, maldito o degenerado, proveniente de un tiempo envilecido, se les transmita y los condene.
Providencialmente, de ese miedo los distrae el pendenciero, cuyo caballo se ha esfumado en algún momento y ahora se acerca al frente de la sala blandiendo una botella de licor llena hasta la mitad. Va a ocupar el lugar del negro. Para varios asistentes sus movimientos resultan familiares, quizá porque imita a los compadritos.
El pendenciero hace el gesto de invitar un trago pero sólo mueve el costado de la boca; por lo tanto la gente entiende que ha sido una provocación. Incluso varios tratan de imaginar las palabras que pudo haber dicho, en vano. Y en cualquier caso ya todos saben lo que ocurre en estas situaciones: el compadrito es el nuevo condenado.
Habiendo matado a tres, sería un error pensar que Fierro no ha conocido peligros. El gesto adusto no debe engañar, y tampoco el ensimismamiento en la ejecución de la guitarra debe hacer suponer que nada le importa. Debe haberse sentido culpable en algunos casos, o inexplicablemente forzado a tomar ciertas decisiones.
En la quinta escena ha desaparecido el caballo del indio. El frasco del compadrito está volcado sobre el piso, como si hubiera rodado en algún momento de la pelea, y también han quedado unos lazos de colores, o moños, junto con el corbatín que llevaba puesto el moreno; quedaron en el piso como marca de su paso por el escenario y, digamos, por el mundo. Y ha quedado por último la lanza del indio, igual a un premio por imponerse en el duelo o al un botín que a veces puede cosechar el soldado.
Más tarde Fierro sigue con su música habitual. La luz se ha ido apagando y cuando todo ha quedado casi a oscuras una sombra tumultuosa se aproxima al centro de la escena: son cuerpos que avanzan agazapados en la oscuridad. Alguna silueta se incorpora cada tanto para otear el camino; de este modo, a través de lo que permite la media luz, el público advierte que todos estos hombres están vestidos igual y que, incluso, visten uniforme.
El único reflector que ha quedado encendido apunta al cuerpo de Fierro, quien ahora parece blandir la guitarra como escudo protector. Debido a la luz, en la pared blanca donde Fierro está apoyado, se produce un efecto de halo, algo así como un fulgor de representación religiosa, o de afiche del espectáculo.
La prolongada sesión instrumental, a lo que ahora se suma la luz concentrada, humedecen de sudor el rostro de Fierro; y es como si ello otorgara a su figura mayor brillo y visibilidad, porque ahora la gente ve mejor sus manos, en especial la izquierda, sobre el puente de la guitarra, que se afana velocísima entre las cuerdas.
El sudor como signo de actividad física o de tensión emocional sugiere también la idea de peligro y, dada la cantidad de policías disimulados en la oscuridad, también sugiere la idea de persecución y de combate. Pese a tratarse de una exhibición reticente con los detalles, cualquiera advierte que será una pelea despareja.
Cuando la partida de uniformados ocupa el centro de la escena comienza una nueva danza: se levanta un policía por vez: permanece erguido y alerta durante un momento y después se esconde de nuevo. Son los sucesivos ataques que recibe el hombre. Se repite la acción varias veces hasta que uno de los atacantes se separa del grupo y se dirige a un costado, más bien describe una diagonal, acercándose al cuerpo estatuario de Fierro.
Cuando se detiene levanta un brazo como si hiciera una señal de “alto”, o dijera “hasta aquí llegué”. Entonces la sospecha generalizada es que viendo lo desigual del combate este uniformado impugna la injusticia y se propone ayudar a Fierro. De inmediato el grupo de atacantes empieza a menguar, hasta que los últimos tres o cuatro emprenden la retirada tal como llegaron, furtivos en la oscuridad.
En la escena que sigue, este ayudante de Fierro permanece en su lugar. Esto significa que están juntos. Y como confirmación se advierte el cambio en su atuendo: ya no lleva uniforme, está vestido como el compañero, como un gaucho pobre, medio matrero o fugitivo, o las dos cosas a la vez. La nueva vestimenta tiene otra connotación: la convivencia, la  compañía y la amistad. Otra prueba: ha dejado de tener el brazo en alto.
Comienza ahora un momento bastante sugestivo que infunde en la gente cierta dolorosa tristeza. Los dedos sobre la guitarra se vuelven más lentos, lo que hace presumir una copla menos enérgica. Y al mismo tiempo, el ayudante de Fierro se va desmoronando; primero se inclina un poco y enseguida cada vez más, hasta sentarse un momento después, recostarse luego, y al cabo bajar la cabeza como a merced de un ataque de debilidad fulminante, que se revelará postrero cuando se acueste y quede definitivamente inmóvil. Entonces es como si en la sala se escuchara un réquiem.
El amigo ha muerto, probablemente a consecuencia de una enfermedad. Cuando Fierro lo sabe, o en todo caso advierte lo irremediable, retoma su pulso habitual con el instrumento. Es la segunda pérdida que lo afecta; la mujer había sido la primera, por lo menos dentro de la obra.
Por una extraña condición de la sala, o de la disposición de objetos y materiales, muchos creen que los hechos no terminan, que transcurren mientras otros se van agregando. En un punto esto siempre es cierto, no solo en este caso, porque las acciones tienen una continuidad pasiva, en el sentido de que es difícil cambiar los hechos ocurridos. Así, la pasividad de Fierro simboliza un sentimiento, más bien una reserva de afectos y padeceres.
Momentos después el cuerpo del amigo ha desaparecido, y vemos en su lugar a una mujer sosteniendo un niño que llora con intermitencia. Junto a ellos hay un indio armado con boleadoras, de semblante temible. La mujer está casi desnuda, con el vestido desgarrado y la piel lastimada por los castigos.
El llanto del niño se va apagando, y en un momento de pasaje en que la mujer se mueve como si fuera a desfallecer y se recuesta un poco, uno ve que el niño ya no está y quedan en el piso unos restos humanos que vienen a ejemplificar sus partes. La mujer tiene las manos atadas y hace que llora, Fierro templa la guitarra con más energía, el indio alza los brazos y a través de sus ojos dispara hacia el público la rabia que lo enceguece.
Finalmente, en una suerte de episodio mágico, la mujer hace un esfuerzo por levantarse y de inmediato el indio se desploma, en realidad primero trastabilla y su cuerpo vacila, en todo caso termina exánime sobre el piso.
Aparecen a continuación dos caballos; uno sin apero, evidentemente es el que ha pertenecido al indio. Varios entre el público suponen que mujer y hombre van a dejar el lugar.
Transcurre un largo rato, ni los caballos se mueven. La mujer posa, exhibe el cuerpo dolorido y castigado, las llagas y costuras sobre la piel desnuda, la docilidad frente a una vergüenza que no puede blandir y, también exhibe, una tristeza definitiva.
Mientras nada sucede parece imponerse el vacío. Por lo tanto uno vuelve a fijar la atención en las manos sobre la guitarra, para ver cómo recuperan el ritmo tranquilo del comienzo con su dejo de ilación medio triste que podría seguir de un modo indefinido.
Es el final de la obra, varios de los asistentes no saben si deben reflexionar de un modo particular o pensar en algo difuso o preciso, o en lo que harán apenas se levanten. Suponen que su presencia allí les permitió conocer una versión de la historia de Fierro.
Pasan los minutos y la gente se habitúa de nuevo al silencio, aunque nunca se haya roto. Algunos creen que es el sonido del desierto. Las armas e instrumentos que adornaban la pared blanca también se han esfumado, como si hubieran sido absorbidos por el mismo relato.
Por último, en un gesto acaso postrero, la mujer lastimada ya se ha retirado, Fierro cambia de mano la guitarra. Ahora tocará con la izquierda. La gente se pregunta por el significado de esta última acción. Para el protagonista es también una manera de irse, aunque le produce cansancio plegarse a un nuevo simulacro.
Final
Fierro concluye, y ya antes de dejar la sala siente una indefinida nostalgia, tanto hacia los hechos del pasado como hacia la vida que no vivió. Le parece raro tener ese sentimiento. Antes, para él la nostalgia era un tipo de recuerdo para revivir la felicidad; ahora es una disposición o una actitud que lo abarca todo y que cuestiona también el sentido de lo tenido por seguro hasta entonces. Por lo tanto, no sabe a qué parte de su pasado adherir.
Nunca había tenido pensamientos tan abstractos como este. Debe pensar que la vida vivida y mostrada suele exponer a la gente a estos misterios.