lunes, 10 de septiembre de 2007

MUCHACHA PUNK DE RODOLFO ERNRIQUE FOGWILL




¿Quieres hacer el amor con una muchacha punk?
¿Quieres sentir el frió londinense hasta que se te rompan los labios?
¿Quieres aprender por qué, todo lo que crees real, es tan solo el lenguaje luminoso del poeta?
¿Quieres ser engañado?
Lee uno de los mejores cuentos de la literatura argentina. Y por qué no, Latinoamericana.






EN DICIEMBRE DE 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos".
Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.
Blancas venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.
Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.
Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.
A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.
Poco después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.
El frío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC.
Sentía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.
Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.
vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica.
Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos.
Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.
Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería.
Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero.
Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarla para no delatar mi carácter hispano–parlante. El Chianti –embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío.
Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.
El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.
Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen llamar "aristocráticos", porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos "cinceladas" bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: "se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro
–¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme... Estar aquí como una sustancia de hecho... –dije en cachuzo inglés.
Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de...? –ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Sudamérica... Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?", imaginé que habría imaginado ella.
¿Sería un inglés? –No. Soy sudamericano, lamentado –dije.
–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí... Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo... Conocer gente, ¿Me entiende?... Viajar... Conocer... ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida: –Portugal es lleno de maravilla... Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra...
" seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso ...Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh... –y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.
–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de perra.
¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló: –Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha –aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado que la corriente, delatora, entra boyando al fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de tai chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio... ! Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y por el frío y ahora necesitaba un service para recuperar su color y su consistencia original.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices...
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. "¿Por qué?" –me preguntaba" ¿Por qué será?" Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor' que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ' –Nada... pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices... –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía "gracias", que en inglés ("agradecer tú", había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón...! "¡lt downs me!" traduje–. ¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía "Shadley House". En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía "R. H. Shadley".
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó "hello" y una voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración "queterrecontra" y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender.
Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran "su gente" y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados ("angry", dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una "zorra mezquina", creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía "costumbres repugnantes". No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus 'sevicios de espía, o policía, en la India.
Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos "hijos de perra malolientes". Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. "Cerdos malolientes", había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veiticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto pilo, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.
Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.
Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. "Nunca se sabe", dije en español, y le aclaré en inglés "es no fácil saber". Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, "como pobre Charlie". Quise saber quién era "pobre Charlie" y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coke de su colgante de oro. "Aceite de heroína", explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.
Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos...! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba "hogar" en inglés de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas...! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: "ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin", gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos "ai voi ai voi ai voi ai voi" de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.
Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas.
Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.
Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más.
En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes.
Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y 1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues "'la luz de la luz no nos molesta". Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de Londres.
Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente 'volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón...
Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.
Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.
Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar...? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés...! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra "Argentina", el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.
El paqui, cuando oyó que decía "Buenos Aires, Argentina, Sur" arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra...?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la frase "cidade maravilhosa dincantos mil", pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita.
Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.
Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va...!

(1979)



de "Muchacha Punk". © 1992 Editorial Planeta.

domingo, 9 de septiembre de 2007

EL OJO DE SILVA



Uno de los grandes cuentos, del fallecido escritor chileno Roberto Bolaño.



Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.

El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos, dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales. Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados, y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre, por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya. Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva, un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo, publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista (un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados, los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche, sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio, las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras, empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental, árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo, pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas, algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté. Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés. Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes) hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien, como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto, el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu, cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo, dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien. Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar.

LA CASA DEL GRAN HERMANO



LA CASA DEL GRAN HERMANO

Una de las cuarenta y cuatro cámaras de televisión, estratégicamente ubicadas dentro de la casa, tomó en primer plano el rostro del ex-boxeador que se hurgaba con frenesí metódico dentro de la nariz y sacaba la gruesa costra de mocos, que luego introducía en la boca, saboreándola como si aquella inmundicia fuese una exquisita mermelada de arándanos.
–¡Joder, que puerco!–. Exclamó Fernando el amigo madrileño, crítico de televisión con quien compartía la misión de ver, comentar y escribir para un fanzine madrileño, durante los noventa días que duraba aquella performance de la idiotez, en la caja boba. Tendríamos que estar al tanto de los acontecimientos de aquellas jornadas; un concurso televisivo, en donde Diez participantes. Casi todos con edades entre los veinte y los treinta años, encerrados en una casa de doscientos cincuenta metros cuadrados y que tenía: Dos dormitorios comunitarios, una sala de estar, una cocina integral, dos baños y un patio con una mini-piscina. Cada uno de los participantes, debería hacer una rutina de ejercicios diarios sobre una bicicleta estática con forma de gallina gigante y además, dispondrían de unos pocos euros diarios para hacer las compras; no tendrían radio, televisión, ni periódicos. Podrían fumar y siempre estarían bajo la implacable vigilancia de treinta y cuatro cámaras de televisión, que día y noche grabarían todas sus actividades, que luego serían trasmitidas en horarios familiares, por una de las principales cadenas televisivas de España. El público votaría por teléfono o por Internet, eliminando a los jugadores o inquilinos que no fuesen de su agrado. Quien ganase el concurso (es decir el último que quedase en la casa), se enbolsillaría la no despreciable suma de veinte millones de pesetas.
Lo primero que mi amigo Fernando, el español, comunicador social, y psicólogo especializado en critica de medios de comunicación, me advirtió, fue el progresivo y casi inmediato deterioro de la comunicación entre los diez participantes.
–Parecen una partida de monos –. Me dijo.
–Los babuinos son más interesantes, al menos parecen tener ideas –. Le repuse yo, que había visto y escuchado una semana completa de conversaciones insulsas, llenas de anécdotas estúpidas, contadas en un lenguaje paupérrimo, en donde las palabras: “hostias, joder, coño”, y las expresiones: “Me cago en la madre, me cago en la leche, la puta que lo parió y de puta madre.” Eran las joyas sintácticas que esgrimían aquellos individuos, ciudadanos de la patria de Cervantes, Quevedo y Lope de Vega, para comunicar sus sentimientos e ideas.
Personalmente no detesto el lenguaje lunfardo y la poética de la maledicencia y el insulto, lo que pasa es que ese campo semántico es bastante más rico y la imaginacion de aquellos individuos lo había reducido a eso; a mierda parda y llana.

El variopinto grupo estaba compuesto por: Una estudiante universitaria de pedagogía; un ex-boxeador que mostraba sobre su rostro el duro castigo al que había sido sometido sobre el cuadrilátero de la vida; una bailarina de night-club rotunda en sus formas, felina en sus movimientos; un personaje con apariencia de estibador, originario de Bilbao capital del país Vasco, que se hacía pasar por aventurero y cazador de fortuna; una ex -azafata de una aerolínea española, bastante puestecita, recatadita; un macarra chulesco con modales de rufián sevillano; una actriz de cine phorno que andaba siempre ligera de ropa y que cuando podía hacia su streap-tese y sus pases de lencería frente a las cámaras, antes de enfundarse en una levantadora de seda transparente. Un vendedor de electrodomésticos, que fumaba como rufián en calabozo; un ex-jonkie que había sido rescatado de las drogas, después de haber ingresado a un monasterio en donde guardó votos de silencio durante un año consecutivo, pero que, dentro de la casa del gran hermano no paraba de charlar con una verborrea frenética; abordando todo tipo de temas, desde los más prosaicos y terrenales hasta entrar en los misterios insondables de la parapsicología. Una atleta de fondo, rubia y espigada, que por su fuerte físico y su voz profunda y ronca, debía haber sido una gran aficionada a los esteroides. Y una camarera rolliza, blanca cual grasa de jamón serrano, de buena talla, risa fácil, y cortita de entendimiento.

–Has notado que ninguno tiene una opinión política, ni estética, ni filosófica –me comento mi amigo madrileño–, y cuando alguno desliza su conversación hacía allí, casi sin pensarlo, los demás le ponen coto y cierran sus oídos, o sencillamente le boicotean con frases como:– “No te pongas pesado, o de eso no debemos hablar para no herir a nadie”–. Me advirtió, mientras revisábamos los planos de televisión, que habían salido al público la noche anterior.

Plano general: Están todos reunidos en la sala en horas de la mañana. La mitad no se han bañado y solo una tercera parte se ha lavado la boca, así que deben despedir una halitosis de cocodrilos en estanque de parque zoológico. El ex-jonkie se rasca la barriga peluda y luego casi con naturalidad introduce su mano nervuda y se rasca esa parte intima, en donde seguramente un escozor salvaje le esta excoriando las gónadas. La azafata le mira directamente y se ríe bajo un chal color rosa que le cubre la mitad del rostro. La bailarina y la estudiante universitaria han entrado en confianza desde hace dos días y se hacen carantoñas y se espulgan las cabezas mutuamente; ritual de desparasitación, que me hace recordar los chimpancés que retozan en el zoológico de Batan, una tarde verano. Para completar la acción en el interesante plato, una pequeña perra boxer, (que es la mascota de la casa) no deja de morder el vestido a la azafata, que le empuja con el pie mientras la pequeña bestia arremete de nuevo hasta lograr rasgar parte de la prenda de la mujer, que sale ofuscada del plano para cambiarse en una de las habitaciones. Mientras tanto, la cámara hace un close-up del rostro legañoso del macarra chulesco, que se rasca hasta irritarse la pupila y mira directo a la cámara al tiempo que suelta una risita estúpida a los quince millones de televidentes españoles, que todos los días después de sus labores académicas y laborales, consultan por lo menos durante dos horas, lo que sucede en esta casa de tarados.
–Todo pueblo tiene la televisión que se merece –. Sentencia con laconismo, mi camarada de crítica de televisión, mientras apunta en su libreta las impresiones de los sucesos cotidianos en la casa de cristal, (por que al fin y al cabo es como una casa de cristal expuesta a las miradas de los telespectadores, que también pueden llamar y opinar sobre lo que allí ocurre, sobre sus gustos y afinidades y su desacuerdo con las actitudes de ciertos personajes. Por ejemplo uno de los participantes, –el vendedor de electrodomésticos– al principio no se sumaba a las charlas y procuraba estar mucho tiempo leyendo revistas y un par de libros de Stepen King, (los únicos que había en la casa). Los demás concursantes se quejaron de este personaje, por que no se inmiscuía en los asuntos del colectivo, que estaba como apartado y por lo tanto debía salir del set. Muchas de las doscientas mil llamadas que se hicieron de los cuatro puntos cardinales de la España. Coincidían en esto. Pero paradójicamente, cuando a los siguientes días nuestro concursante en la capilla, cambió su actitud y reconoció sus errores de “sociabilidad”, frente a una de las cámaras que se encontraba dispuesta en un cuarto pequeño, donde los concursantes eran llamados en cualquier momento, para ser interrogados por uno de los ideólogos de semejante esperpento (seguramente un camarógrafo trasnochado, o el cuñado del dueño de la cadena de televisión). –Un cubículo pintado de rojo, al que se le llamaba ceremoniosamente el “confesionario”, ya que en este sitio, los participantes eran interrogados periódicamente sobre todo tipo de naderías y en especial sobre los acontecimientos de esta casa–. Lo cierto es que el personaje en cuestión, después de recibir una reprimenda y una advertencia sobre su posible salida; y después de comenzar a participar de las conversaciones semi-guturales, de las risas estentóreas y a rascarse los huevos y a sacarse la cera de las orejas con el dedo índice, a eructar como un cerdo en la dehesa, de un momento a otro subió su popularidad y se le permitió seguir en la casa. Ahora el vendedor es uno de los más populares, y crece su simpatía entre la audiencia.

–“El público se identifica con personajes que actúen como él, que se le asemejen en su modales y en su forma burda de actuar, en su forma elemental de hablar y de expresar sus ideas primarias y básicas.”– Escribí en uno de los artículos que salía en una de las columnas del Fancine underground “CERDOS ESTOFADOS”. Para confirmar esta actitud, describí la situación que se había presentado con la estudiante de pedagogía, que fue despectivamente llamada niña “pija” (hijita de papi y mami ). Por que hablaba de forma clara, se le podía entender lo que decía, trataba de vocalizar y que mantenía una cierta pulcritud en su apariencia personal, y que en alguna ocasión se atrevió a criticar las películas basadas en las obras de Stephen king, –que eran del unánime agrado de la hermandad de la casa– fue una de las primeras expulsadas. Las que la propusieron fueron las mujeres; claro está, ella era una de las más inteligentes y por supuesto, la más bonita.

El programa ha batido récords y nuestro deber es el de crear expectativas y el de informar sobre los extraordinarios acontecimientos que suceden en aquella mansión de la anormalidad, que se ha ganado el corazón y las pupilas de millones de españoles, de esa España que en el fondo sigue siendo la de charanga y pandereta, la España del cotilleo y el correveidile, la tierra de la piel del toro y de la mantilla sevillana, España playera, pinchera y choricera, perfumada con acre olor de grasa pútrida de los jamones ibéricos y rociada con los espesos vinos de la Rioja. Esa España pueblerina y cachonda, borrachona y sandunguera que convive con la otra España, la hiperdesarrollada, tecnificada, explotadora, usurera y mendaz, al servicio de los grandes monopolios y que ahora trata de lanzar su zarpazo económico, sobre las provincias de ultramar, que en el pasado fueron sus colonias.

–“Se caldea el ambiente en la casa”–. Escribe Fernando. La actriz phorno, una madrileña veinteañera bien trabajadita y con una que otro retoque de quirófano, que hace decir a mi amigo el español: –“Esa tiene más silicona, que el Silicon Valley de Arizona”–. Esa madrileñita bien alimentada con gambas, cocido madrileño y humeantes callos, quiere tener una relación fuerte y horizontal con el vendedor de electrodomésticos; pero el boxeador se interpone entre los dos, con frases de doble sentido, en donde le manifiesta por una parte que le quiere y que se ha enamorado locamente de ella, y por otra parte, que le odia y que le hará la guerra hasta hacerla expulsar de la casa. Lo que no impide que por la noche, la actriz phorno pase de las deliberaciones a los hechos y asalte la cama del vendedor, y bajo las sabanas blancas forniquen, jadeando con los rostros ocultos bajo la mirada fría de la cámara de televisión, que, como mudo testigo de su pasión, registra las ondulaciones arrítmicas de estos dos amantes furtivos. Fantasmas prisioneros de su amor mediático. Y claro al otro día, se registra un índice en el raiting de audiencia y en las llamadas del público televidente. La mitad pide la expulsión de “la golfa”, “la perra”, “la meretriz”, “la calientabraguetas” y la otra mitad, la expulsión de vendedor incontinente, que no es un hombre que aguante y que se mantenga en momentos de prueba y soledad, en donde lo que debería primar sería el autocontrol y una férrea disciplina del cuerpo; si mucho, un paliativo de sueños húmedos, o una discreta manipulación del caballito de Troya.

El aventurero caza fortunas cada vez es menos comunicativo y a excepción de los viajes nocturnos a asaltar la nevera, lo único que se le ve haciendo, son extraños movimientos que parecieran ejercicios de Tai-Chi o cierto arte marcial oriental, una danza misteriosa como de coleóptero, mantis o langosta electrizada. Pronunciando frases en euskera por lo bajo y casi ininteligibles, mirando cada una de las cámaras y como tratando de comunicar con un lenguaje de signos que crean sombras chinescas sobre su rostro; una secreta angustia que a todos hace pensar en la locura o la esquizofrenia. Los ejercicios los realiza en el patio de la casa, cuando casi todos están fumando o quemando sus grasas blancas en la piscina.
–Este es un personaje que dará mucho que decir –dice mi colega–. Es vasco, de pequeño vivió en una población enclavada en las montañas de Euzkádi; sus padres pequeños ganaderos se han arruinado con el mal de las vacas locas o el síndrome espongiforme bovino, que llegó para asolar las vaquerías europeas desde Inglaterra. –Continúa explicando con una simpatía que no oculta mi camarada de crítica–. Aunque hace casi cuatro años que no va a su casa ya que se fue a trabajar de estibador y marinero en los pueblos costeros, les escribe a sus padres y a su hermano. La mayoría de la gente piensa que es buen hijo. En el confesionario, cuyo turno es cada tres días, dice que esos ejercicios, (especie de runas y extraños mantras) le hace sentirse fuerte y relajado al mismo tiempo.

Nosotros como periodistas, interesados en la critica de la televisión cotidiana y al mismo tiempo cronistas del programa, tenemos derecho ha hacer encuestas y sondeos, cuyas respuestas no se harán públicas, pero que servirán de orientación para la selección del ganador; las encuestas deberán ser remitidas a los directivos que están tras las bambalinas de este show de los idiotas. Tenemos ánimo de provocación. Buscamos una respuesta, un desafuero, un grito, un insulto.
–Filtremos una pregunta que tenga un matiz polémico – Me dice Fernando el madrileño con una sonrisa–. Tenemos un caballo de Troya en la casa del gran hermano
La pregunta que logramos colar con uno de los técnicos del programa y amigo de Fernando, se le hace a toda la fraternidad de la casa. Gira entorno al origen del Gran Hermano. Todos están de acuerdo que se trata de un concurso televisivo que se originó en Holanda y Alemania y que luego se ha extendido con mucho éxito en diferentes países del mundo, incluyendo Estados Unidos y América Latina. Cuando se les pregunta que les dice el nombre de George Orwell, las respuestas por parte de los enclaustrados, son diversas: El boxeador cree que es un jugador de fútbol ingles, la azafata responde que se trata de un basketbolista norteamericano, el vendedor de electrodomésticos piensa que se trata de una estrella de cine; cinco habitantes de la casa responde no saber. El único que sabe que se trata de un escritor ingles que dejo una novela cuyo titulo es 1984; es el vasco estibador y caza-fortunas.

–Ese tío se trae algo, no se de que se trata, pero el tío se esta haciendo el idiota y me figuro que tuvo que bajar su coeficiente intelectual, para poder pasar por el cedazo de los misteriosos directivos del programa –. Me dice bastante intrigado mi amigo Fernando–. Es el único que tiene idea, para qué puede servir, esta granja de animales mongoloídes.

La pregunta y las respuestas a esta inquietud se dieron casi al margen de la pantomima creada por los directivos del programa. El amigo técnico de Fernando había introducido unos papelitos en las comidas de algunos de los Freacks mediáticos, que se encontraron de un día para otro preguntándose frente a las cámaras qué significado podía tener aquello. El vasco en la cocina alcanzo a decir; “Comida para los cerdos de la Granja” Inmediatamente después de expresar ciertas ideas extrañas y no consideradas políticamente correctas por parte del gran público.
Los directivos sin rostro, reaccionan y lanzan una campaña de desprestigio contra él estibador; argumentando que en una oportunidad se quedo dormido mas de doce horas “dándole de comer a la mona” (pasando guayabo) y no se baño en seis días consecutivos. Los planos lo tratan de mostrar raro, misterioso, desaseado; le muestran dueño de un mutismo pesado, mirando de reojo y sonriendo maliciosamente; parece un personaje del gabinete del doctor Caligari. Muchos de los telespectadores, sospechan que se esta metiendo hachís en los cigarrillos que a diario consumen la camada de antropoides. A estas alturas del programa la mayoría lleva gafas oscuras. Cuando se les pregunta en el confesionario por los adminículos, responden que es por lo de los reflectores; cuando se les pregunta por lo de las pastillas, que la mayoría, gesto natural consumen frente al espejo del baño, dicen que se trata de vitaminas.

–No es para menos amigo, el estar metido como animal de circo, siendo observado constantemente, requiere un paliativo paranoico o un aditivo de la serotonína. Lo único que pueden hacer los opiáceos es darles un poco de calma; y los estimulantes, afinar sus atrofiados sentidos de la realidad. (Que ya a estas alturas del programa, es una realidad virtual.) Ellos mismos, no saben nada de lo que esta ocurriendo afuera. Necesitan crearse una realidad interior que les sirva de referente y coordenada. ¿Y como tratan de hacerlo? –continúa bastante expresivo Fernando después de apagar el ultimo cigarrillo de la cajetilla de Camel– Sencillamente acudiendo a los fármacos y a los opiáceos. Al carecer de un referente exterior deben crearlo interiormente, inventárselo, aunque la verdad es que la mayoría de los allí enclaustrados, no tenga los alcances intelectuales e imaginativos para hacerlo. Para ellos que nacieron con los videojuegos y el Nintendo la realidad es ésta; estar dentro de la caja tonta, dentro del Golem, masticando y rumiando sonrisas de euforia y muecas de hastío.
En los siguientes días fueron eliminados: El vendedor de electrodomésticos por que dijo en un ataque de aburrimiento y con animo claramente provocador que la realeza española era hortera y que la televisión era un soporífero bastante pesado; que a él no le hacia ninguna falta y que estaba disfrutando de lo lindo sin tener que observar las guarradas y la bazofia que en ella se trasmitía. Esto le causo la despedida inmediata. Por fin teníamos a alguien con quien identificarnos, pensamos Fernando y yo, pero no nos había durado mucho la dicha. En España no se habla mal de los reyes en los mass media, se puede hablar mal de todo el mundo hasta del Papa y su santa cofradía; pero los reyes de España son criaturas celestiales contra los que ningún medio y ningún periodista pueden alzar su voz o su plebeya pluma. En el país más safio de Europa en donde se jactan de tener el humor más negro y visceral, no se levanta una verdad, ni es aireada si toca en algunos de sus extremos los intereses de la gran familia real. En Inglaterra se sabe de los líos de alcoba de la realeza, de sus dificultades con el erario público, y de la afición desmedida a la cristalería y las botellas de algunos nobles dipsómanos; pero en España, esa es una institución más sagrada que la de los faraones en el antiguo Egipto; además, todo el pueblo español esta convencido de tener la corona más luminosa y gloriosa de todo el orbe.
La camarera también fue expulsada de la casa, por dejar pegar la tortilla de papa y huevos, descuido que atentó claramente contra la joya de la corona de la excelsa dieta mediterránea; dieta de la cual están convencidos todos los gastrónomos iberos, es la más sana y deliciosa del mundo. Los huevos se quemaron, mientras la chica trataba de hacer un poco de ejercicio a manera de aperitivo antes del desayuno, seguramente intentando quemar un poco de la grasa, que se venia acumulando en su cintura, después de un mes y una semana en esa actividad semi-vegetatíva, esa especie de hibernación de baja intensidad, a la que había sido sometida. Se había concentrado de lleno en el ejercicio, como flotando dentro de una danza narcótica y aeróbica mientras en la cocina la tortilla de huevo que había colocado a fuego lento en la estufa, se flambeaba en el azul vegetal del aceite de oliva y luego se carbonizaba soltando una gigantesca humareda, teniendo que ser apagada con el extintor por la gente de la casa.

No se le perdono la falla culinaria, y el “exigente” público español, le castigó con trescientas mil llamadas postulándola y conminándola a salir inmediatamente. Ella reconoció después, frente al confesionario, que nunca había cocinado y que sus conocimientos en este campo, se reducían a las burdas tapas que consumen por toneladas los españoles del metro, los curros, los trabajadores en las mugrientas barras y tascas que se extienden por toda la geografía del país: huevos escaldados, jamones y chorizos curados, y que en realidad toda su dieta personal consistía en enlatados, encurtidos, jamón de cerdo, y cerveza “Mahou” de la litrona.

Este incidente hizo rodar ríos de tinta en los periódicos y revistas, fenómeno natural si se tienen en cuenta de la importancia de la dieta y la comida entre los herederos de don Sancho Panza. Natural, en un país que perdió su tradición agrícola en gran parte del territorio nacional y en donde los niños creen que los tomates y las zanahorias se dan en los supermercados, ya que el noventa por ciento los trabajadores agrarios esta conformado por inmigrantes ilegales del África sub-sahariana, la antigua Yugoslavia, Rusia o de América latina, que son explotados en los campos de cultivos e invernaderos de El Ejido, Cataluña y el sur de España. Esto sucede casi siempre con sociedades semi-feudales y agrarias, que de un momento a otro dan el salto a la industrialización y tecnificación altamente desarrollada. En la familia ya no se preparan las comidas y los niños y niñas se acostumbran rápidamente al pre-congelado, el pre-cocido y el microondas.

Salió también de la casa, por arrojar periódicos en el baño, el macarra sevillano un joven imberbe de escasos diez y ocho años. Tenía la exquisita costumbre, (además de acosar sexualmente a las mujeres de la casa con “carraca” en mano) de leer mientras defecaba y luego arrojaba los periódicos al sanitario cosa que la mayoría de los casos no es razón de obstrucción, pero que en este caso tuvo visos de gravedad, al parecer por las caras preocupadísimas de los técnicos fontaneros del programa, que solo pudieron resolver el problema después de dos horas de labores altamente delicadas. Y como las cámaras no mienten y al individuo en cuestión se le capto in fraganti, en este acto físico-escretórico-intelectual. Fue condenado inmediatamente por sus compatriotas que en número de cuatrocientas cincuenta mil llamadas, decretaron el ostracismo televisivo del acosador-defecador-atascador.

Como bien lo veíamos venir, el choque entre el ex-boxeador y el ex-jonkie no tardó en aparecer. Este último a pesar de haber guardado una compostura tibetana, aureolada de un ascetismo casi ritual, ya que no comía, poco bebía y solo fumaba; que pasaba desapercibido por su escuálida figura semitransparente, que era registrada con dificultad por las cámaras de televisión, no tardó en mostrar su antipatía por el ex-boxeador, cuando este trató de imponer cierto orden en la casa, haciendo gala de su fuerza bruta y cierto voluntarismo autoritario. El colmo de la discusión llegó cuando el ex-boxeador propuso cierta lista de espera en la hora del baño, esto no gusto al ex-jonkie. Que se paró iracundo y le espetó al gladiador que el no era el director de la casa y que: “no se le iba a comer el coco a todos los integrantes de la misma.” El boxeador se paró y sin mediar palabra empujó al ex-jonkie, quien repuso con una patada a los testículos, que supo asimilar el ex-boxeador, este a su vez iracundo, contraataco con un gancho de izquierda dejando sin sentido al ex-jonkie, tendido sobre el suelo de la sala. El vasco entro en la disputa y se armo tal jaleo que por poco acaban con el comedor y la cocina, si no es por la valerosa actitud que asumieron las mujeres que quedaban, ya que se armaron de sartenes, paelleras y Armas corto punzantes para defender su idílico territorio de la anarquía.

A las veinticuatro horas, llovieron un millón doscientas mil llamadas de toda España. Llamadas que eran pagadas a cien pesetas el minuto y que tenían muy contentos a los dueños de la Telefónica, ya que eran directos accionistas en el programa.
–“En España todo esta diseñado para estafar y expoliar al pueblo, al curro, al trabajador, al idiota, al cotilla–. Me decía Fernando con aire escéptico, mientras emborronaba cuartillas para el artículo del fanzine.
–No te preocupes amigo que en Colombia, también sucede lo mismo, pero lo hacen con menos sentido del humor –.Le respondí.

Quedaron en capilla, prontos a abandonar la casa del gran hermano por actos violentos transmitidos en directo a la Ispania. Los tres principales involucrados en este bochornoso acontecimiento: El ex-boxeador, El ex-jonkie y el extraño caza-fortunas vasco (que a estas horas del programa lucia una barba hirsuta de dos meses y una mirada mesiánica y furiosa).

Todos mostraron su asombro. El ex-jonkie comenzó a preparar sus maletas, el ex-boxeador se revolcaba en una de las sillas del comedor y daba puñetazos a la mesa mientras jadeaba y lloraba como un crio; pero lo que no se esperaba nadie en Madrid, en Valencia, en Cataluña, en el país Vasco, en Navarra, en Sevilla en toda España, era que el caza fortunas vasco sacara un pañuelo negro y con su rostro desfigurado por una ira milenaria, de pueblo bravo de montaña sojuzgado por la metrópoli decadente, lo escuchamos aullar: –“¡¡Españoles ¿que esperan?, ¿que miran?,.... ¡Hostia que os están comiendo el coco!...¡Oh mi país!, ¡País de Guernika!, ¡país de la resistencia libertaria!.... ¡¡Se hos esta pegando la tortilla!!.... Una nueva patria sin Gran Hermano está a punto de nacer. Esta prisión de atrapados en azul, esta gran prisión con cámaras ocultas en los metros, en las calles, en los barrios. Esta gran prisión de consumo estúpido y envenenador. Tendrá que desaparecer. ¡¡Esta surgiendo una nueva patria, la patria del verbo transparente!!”–. Arrojó el pañuelo negro a un lado, y vimos asombrados, como todos los integrantes de la casa del gran hermano, se evadían por las ventanas del set, buscando trepar los muros: la cabaretera se cayó en la piscina y tragó agua antes de salir con una toalla que le cubría parcialmente su voluminoso pecho, intentando trepar la pared de dos metros por una escalera, llevando en sus brazos a la perrita bóxer. La poderosa atleta rubia que durante toda su estadía había estado haciendo ejercicios y que lucía unas poderosas pantorrillas, saltó con elegancia pasmosa los dos metros que la separaban de la calle, sin rasguñarse siquiera. El radical vasco, que de repente tenía en una mano una reluciente y poderosa navaja toledana y en la otra, un artefacto negro, metálico, de forma circular que emitía un silbidito y una luz intermitente; comenzó a temblar bajo un convulsivo espasmo que se apoderaba de todo su cuerpo. En las pantallas, su rostro en primer plano adquiría la forma de un oso de repente nostálgico y tranquilo. El radical miró asombrado a todos lados, luego sonrió como desorientado por la huida de su compañeros. Guardó, con un gesto rápido, su cuchilla toledana. Depositó el artefacto sobre la mesa de la sala. La cámara del recinto, hizo un acercamiento sobre la mesa; allí estaba una mini-grabadora negra metálica. En un plano detalle se vio la mano velluda del vasco encender el mecanismo de la cinta. Sacó un papel de su astroso blujin y comenzó a declamar con voz potente, pausada y clara, mientras todos respirábamos más o menos tranquilos...

GENTE MIRANDO TELEVISION
Gente mirando televisión
Gente televisando
Gente informatizándose, uniformizándose de opiniones
que transcurren dentro de las ondas hertzianas
Gente deglutando “ideas”
No muy claras esas “ideas”, gente tele-visualizando masacres, guerras y otras hecatombes narradas por comentaristas especializados
Piedras rituales, sacrificios para el homo sapiens.
Gente escuchando gritos y murmullos adentro de la selva.
Gente escuchando alaridos y gritos escenificados dentro de las cajas de resonancia, dentro de los tambores negros
del corazón acorazado,
el corazón acorralado,
el corazón de las tinieblas,
el corazón de las quinielas.
Gente alumbrada en azul y verde, gente desarticulada,
muda gente dentro de los cuartos oscuros de los hoteles,
en las salas de los frenocomios, en las blancas y asépticas salas de los hospitales, gente fumando en los reformatorios
¡Gente que abuchea, se para y grita, y levanta un puño!
¡Gente “bien informada” con la panza llena de cerveza
viendo reality shows en la televisión!.
Gente que gesticula con cara desencajada frente a las opiniones de un ser virtual, que predice el tiempo y las nevadas y las tormentas radiactivas, y las inundaciones y los ciclones.
Gente que ríe con la boca llena de palomitas y papitas fritas, merengues y colas.
Gente buena que tiene sandalias y pantuflas calientes.
Gente católica viendo televisión después de las oraciones.
Gente de aquí y de allá
Orientales con sus ojos como tachones de estilográfica
y africanos con sus pieles de carbón mineral
y dálmatas, daneses , suecos , españoles,
y norteamericanos.
Todos deglutando, asimilando, asintiendo,
Y defendiendo a muerte su televisión.....



–En este momento hubo un corto que duró unos segundos.Fernando y yo pensábamos que le habían saboteado. Pero a los pocos instantes reapareció la señal, parpadeando y con problemas de sonido. Después se estabilizó y el bardo estaba allí, el joven radical seguía allí, –Nuestro técnico infiltrado, también– desaforado, elocuente, gesticulando, levantando los brazos haciendo signos con las manos...



".........la capilla del nuevo milenio
donde ofician los políticos y los estrellas del cine;
los criminales de guerra.
El golem donde se santifican todas las miradas.
El espejo mágico
donde todos encontramos nuestros rostros
con huecas palabras sin sentido, acariciados por la sensualidad de los anuncios de perfumes y autos.
¡La portería virtual por donde nos meten todos los goles!.
¡La gran almeja eléctrica y cristalina
por donde nos follan todas las noches!.
¡El gran oráculo que se apropia de nuestro silencio!
¡Los ojos de bombillas pálidas!
¡Las orejas de pararrayos plásticos!
¡La papada de cerdos bubónicos!
¡La cresta de gallos con la peste de polinesia!
¡Las trompas de los vacunos espongiformes!
¡Las manos con las pústulas del escarmiento del Japón!
¡Los sexos de las bailarinas de la noche profunda, con sus huesos calcinados en plata escarlata, sus bromuros ácidos,
los daguerrotipos de la infamia, los spot de la censura!
¡Los travestís del mega-plan de invierno!
¡Los industriales del cacao y del centeno!
¡Los ácratas del último atentado aéreo!
¡Los magnates del petróleo y las salchichas!
¡Los apostatas del milenio!
¡Los radicales del paraíso perdido!
¡Los fetichistas del cuero y la lencería!
¡Las prostitutas de las últimas ceremonias en Batraxia!
¡Los condotieros del romance real!
¡Los eruditos lameculos del señor presidente!
¡Los periodistas de la farándula tarántula!
¡Los negociantes-maleantes de la guerra falsa!

¡30 canales de mierda
cuarenta cadenas de basura
vomitando sobre el cuartel del sueño!.
¡Te tienen bien cogido por las pelotas!...,
¡ y a ti fulana por las tetas!...
¡Abre bien la boca
que te vamos a meter una tres yardas!
y a ti Julieta, que te tienen tu Romeo
y a ti Isabela, que te tienen tu Perseo.
¡Mueve el culo pedorra y siéntate!
que ya vamos a darte tu dosis de fetichismorreo
y Marumarmajeo.
¡Coloca tu gran culo gorda pelirroja con cara de cerda hambrienta y acomoda tus grandes tetas de silicona!
¡Que por esta cajita golem
te vamos a meter media docena de salchichas alemanas!.
¡Cuida que tu marido el gordo camionero hincha del equipo de fútbol los galácticos, tenga bien rociada la mesa de cervezas y otros materiales alcohólicos y grasos!, para la gran final de la liga.... ¡Que él también ponga su barriga en el asador, que él también emplace sus pequeñas y flácidas huevas peludas en la parrilla de los sueños!. ¡Pués esta noche tenemos final de copa!.


Por que lo que todos necesitamos
es más gente mirando televisión.
Más gente deglutida por el dragón de cristal y plástico.
El comecocos. El come-corazones.

¡Ven, siéntate, muchacha con piorrea!....
¡Ven, tu también, teenager con ganas de consumir todo el mundo.
Los besos, el perfume de los cabellos de las estrellas pop.
Los pectorales y los muslos
de los muchachitos de la MTV!.
¡Ven tu también doncella con aliento a nicotina
y caderas tatuadas con alacranes escarabajos y corazones!,
sienta tu culito hermoso y abre las piernas que te vamos a meter unos cuantos anuncios televisivos
por esa ranurita de ranita desovada.
¡Abre tu bocaza come-pizzas
Que te vamos a meter
una buena dosis de genitalidad multirracial!.
Y haznos un blow Job mientras en este programa concurso
Nos robamos otro premio.
¡¿Quién....inventó las catapultas?!
¡Cooooorrreeecccto!
¡Llamen, llamen y elijan!....
¡Lamen, llamen y concursen!...
¡Te puedes hacer millonario desde tu poltrona de sintético rojo!
¡Las compañías telefónicas patrocinan!
¡Y míranos a nosotros, los del Gran Hermano como fornicamos y como babeamos;
como nos pedorreamos en vuestro cristal sin empañarlo!
¡como nos divertimos a tu salud, enanos en la feria digital!

Primero te acostumbras a las cámaras
en los metros y en los subways,
Luego en las calles y en las plazas
y por último en los cuartos y en los baños públicos.
Todos tendrán sus cuatro minutitos de gloria mediática.
También queremos meterte
una camarita mini DVD entre el culito
para saber qué comes y qué cagas,
o si te pasaste de dosis...
vete acostumbrando
¡Que el gran hermano meta sus narices y su verga salada
dentro de tus cuatro paredes
colmenita de abejorrita hiperkinética, sonámbula, hermafrodita!
¡Ah! ¿Verdad que es fantástico?
Vete acostumbrando a que revisemos tu correo,
tu carné de bibliotecas....
Qué lees, qué comes, qué piensas
Cómo te sodomizan.
Cómo te vomitas.
Cómo te mueves, cómo te la meneas,
¡¿Cómo vas a escapar de aquí my baby?!
Vete acostumbrando,
es un fenómeno,
ya somos mayoría...

Muchos, mucha gente,
dentro de la televisión.
¡Mucha,.... mucha gente,
mirada por la televisión!...

Se escucharon ruidos, gritos, golpes. La azul gendarmería entre los técnicos robóticos al asalto. La cara del poeta vasco deformada y aplastada contra una de las cámaras. Un fade out oscuro y denso se dejó caer dentro de nuestra televisión, pero también un chasquido eléctrico como de cámaras estallando, crepitando, ululando que disolvían y hacían desvanecer toda la prisión de la idiotez que representaba la mansión el Gran Hermano.
O.G.R.