lunes, 1 de septiembre de 2008

LAS PAPAYAS




Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano


Tenía que ser en clima de 30º para que alguien decidiera plantar en sus predios un harén de innumerables palmeras de papayas. Desde chiquitas nacen con piernas largas y delgadas y se visten de minifalda verde, libres de una pava en sus cabellos. El sol las ve levantarse con sus senitos al aire, bien peinadas, mirando a sus compañeras batir sus alas cortas para mitigar el calor que las sofoca. Las más niñas parece que guardaran sus cabezas bajo el racimo de ubres de las madres más adultas. El dueño de sus vidas las cuida desde lejos y a veces recubre sus pechos núbiles con polvo blanco para preservar su lozanía.


Las papayas tienen vida corta, ellas lo saben. Nacen mil de una sola camada. Sólo las ve sacar la cabecita verde de la tierra el encargado de abrir los surcos. De ahí en adelante ellas solas deberán alimentarse del jugo de la tierra, del aire que respiran y de la lluvia generosa. La Naturaleza las ha dotado de columna vertebral muy firme para soportar los abrazos de los ventarrones, de gracilidad en su talle y de docilidad para empezar el baile muy temprano. Al promediar el día lucen ya cansadas y dejan caer algunas hojas de su precaria falda. Sus piernas, entonces, parecieran mucho más largas y el viento levanta su corpiño dejando ver una docena de senos duros, alargados y carnosos. Al terminar las tandas de baile que les interpreta el viento, las hojas que las cubren están ajadas de tanto movimiento.


Qué vida tan agitada la de estas geishas del harén de don Fulano. De mañana se aderezan como novias frescas o como bailarinas que se van de fiesta, se ponen el vestido que les regaló el destino. Zapatillas ocres con medias hasta los tatuados muslos, tiradas por ligas blancas apuntadas a la ingle. Corpiño de hojas de puntas alargadas, verde esmeralda, que caen apenas sobre el pecho bendecido por un ramillete de senos de corazón rosado. Cuando, quien pasa en carro raudo por la pasarela, las mira en fila mover su torso casi desnudo, parece que sólo les cubriera la cabeza un sombrero verde de alas pudibundas con florecitas blancas. El resplandor del sol se refleja en sus senos y unos lucen verdes, otros amarillos y cuando ya están maduros, son carne sonrosada y de lejos se adivina la dulzura de su leche.


Las papayas ya en sazón perfecta, casi están desnudas en el jardín de Evas. Han perdido su falda, su blusa, su corsé y andan con un top amarillento. El dueño del harén no las puede dejar expuestas a la rapiña o al antojo de vagos y de hambrientos. Las papayas están en su punto y les ha llegado la hora de pasar a sala de cirugía para la mastectomía. Irán en carro después que alguien desapunte con rubor su brassier con el pesado fruto y las acomode en el diván dispuestas a servir de opípara comida a la boca que las ha deseado en su paso por el frente del harén.


Ah, el destino cierto de señoras tan codiciadas. Algún papayo ciego regó sus rabadillas del semen necesario que sacó del embrión a las flacas papayitas. Nunca más se apareció en la escena para la más corta visitita. No se percató en qué mesa terminarían aquellas tiernas señoritas. Ni quién se comería el fruto de racimos de pulpa y leche blanca que tuvo origen la tarde en que un viento fuerte fecundó su flor abierta. Pero, bienaventurados quienes tenemos la suerte de sentarnos a la mesa en la mañana a comer la fresca pulpa de una mujer papaya.

OMAR ORTIZ / POEMAS



La poesía de Omar Ortiz es una poesía de sugerencias y sutilezas, lejos del tono rotundo; busca los caminos agrestes, los rodeos licenciosos, las arquitecturas de cristales atravesados por cierta luz, cierta extraña sonrisa del artífice que se sabe dueño ya, de un estilo y una forma queda de decir.
Sus poemas que tocan los mundos de la mitología y la leyenda; su poesía urbanita; sus álbumes de poesía fraterna (en donde recuerda sus épocas de estudiante y el destino de los seres que en alguna oportunidad compartieron con nosotros algunos años de nuestra vida y luego, pasado el tiempo, se convierten en fantasmas de un álbum familiar y lejano o gigñols de un museo clausurado), nos iluminan y nos deslumbran. Aliento corto sobre el cristal que empaña una ventana y luego, después de las palabras y el aire caliente queda otro paisaje, una tarde de lluvia. La muchacha que pasa.
Esa, es para mí, la poesía de Omar Ortiz. Uno de los grandes poetas colombianos, que trabaja sus artefactos literarios, dotándolos de un aura ligera. Al fin y al cabo la poesía es arte de alquimistas aéreos, el rastro de los pintores del aire.
Omar Ortiz, es sin lugar a dudas, uno de esos grandes escritores que sigue buscando la imagen perfecta, la sonata redonda.
Estos poemas son un mínimo destello de su arte.



HISTORIA DE AMOR

Abu Taher, compañero de Omar Jayyam
en la antigua ciudad de Samarcanda,
donde vivió y gozó la favorita del Sultán
que narró para él Mil y una noche,
dice en un bello libro hoy perdido,
por la bruma de nuestra ignorancia,
que cuando la amada deja sus huellas
por los aposentos, su cuerpo puede acompañarnos
si logramos pisar sobre sus rastros.
Esta noche,
en que tu aroma marca la memoria de mi almohada,
me dispongo a volver sobre tus pasos
para que el milagro que cuenta el poeta árabe
prosiga la fiesta de mi corazón.
Porque,
si tú conmigo, ¿quién en mi contra?


LA HECHICERA
A Adriana María Agudelo Ordóñez

Mientras el vino cumple su sagrado ritual,
La muchacha, escudriña en mis ojos.
No le basta el poema,
Ni la palabra amor que repito en su oído,
Pues sabe la veleidad de los vocablos.
Es atenta a señales más hondas:
A la profunda herida que intuye en los senderos
Con que la vida labra el corazón del hombre,
Y conoce las líneas que la sangre delata
En los surcos del sueño.
Mis fútiles historias, mis triunfos, mis fracasos,
Mis personales dudas, mis miedos, mis zozobras,
la obsesión que me abruma,
Son su fácil repaso.
Mas mi bella alquimista, ignora la ternura
Con que siempre la aguardo.

EL PAUJIL
Dice una vieja historia de la gente nómada que la tierra, la existencia del planeta, depende del apareamiento del paujil. Por lo tanto las mujeres de la tribu elaboran una intrincada danza que confunde a los pocos antropólogos que por allí se arriman, pues en un determinado momento las danzantes emiten unos extraños sonido y sin miramientos se echan a volar.

Omar Ortiz (Bogotá, 1950). Ha publicado varios libros de poemas, entre ellos: Las muchachas del circo, Los espejos del olvido, Un jardín para Milena, El libro de las cosas; con éste último obtuvo el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia 1995. Director de la Revista de Poesía Luna Nueva.

martes, 26 de agosto de 2008

CRÓNICA DE UNA GLORIA ANUNCIADA (Un poeta cubano en Medellín)


Manuel García Verdecia

Lorca quiso ir a Santiago, yo a Medellín. Tanto me habían hablado del afiebrado encuentro de poema y abrazos, de palabras y regocijo, que me roía la espinosa ansia. Trabajé años con callado denuedo y, cuando logré un cuaderno que creí decoroso, con absoluta alevosía lo lancé a la diana de mi sola oportunidad. Y lo conseguí.

Medellín anda por los cielos. Allí todo transcurre en alturas, como si le acariciaras el vientre a Dios. Cuando llegas al aeropuerto de Río Negro, en medio del más despampanante verdor (¡yo que creía a mi isla tan verde!), comienzas un inacabable descenso de vértigo, que los heroicos jóvenes aprovechan para amansarlo en patinetas. Circundados de paños de flores (a unas amarillas las llaman “ojos de poeta”, escuchen) y musculosos árboles, con eventuales tramos de deslaves, que hablan de la reiterada presencia de la lluvia y del obstinado duelo del Espíritu de la Montaña por recobrar sus predios, serpea el grafito de la carretera. De momento se abre, como el cáliz de una pantagruélica flor, la ciudad, que saca su nariz aún a 1 500 metros por encima del mar. Es un ánfora entre cerros, roja en contraste con el espeso esmeralda de la vegetación, rojez de tanto ladrillo que escala hormigueante por cada ladera.

El centro de la ciudad, donde se alza el Hotel Nutibara, cuartel general de los poetas, es gris pétreo, en una solidez solo mecida por el numeroso tráfago de sus habitantes. Sin embargo, esa pesantez se aligera y torna graciosa por las insólitas criaturas que reciben en la Plaza Botero. Enormes, desbordadas criaturas que ha forjado el artista para enamorar a su pueblo. Un temblor de iniciado me sacude, nunca había visto de cerca sus obras. Ahora no solo camino entre ellas, sumando su admiración mi compatriota Alex Feites, sino que las olfateo, las palpo, casi las saboreo. La gente parece saber su significación pues las figuras nunca están solas. Las parejas se acurrucan al lado de ellas, llevan a sus críos allí, se sacan fotos, con una emoción devota. Frente a la Plaza está el Museo de Antioquia. Este guarda para gozo público la colección regalada por el artista, tanto de sus propias obras como de otras, agasajo de artistas amigos. Ente piezas de Rauschemberg, Matta y otros expresionistas americanos abre su obscena boca roja un pájaro de Lam, para nuestro regocijo. Me percato de que para entender a Botero hay que venir a este país de libidinoso verdor, titánicas montañas, hembras de ojos brujos y frutos despampanantes. Es como si la mayor fertilidad de la tierra rompiera por este punto del orbe. Ese candor gozoso, esa opulencia dadivosa, ese risueño desborde, no pueden surgir sino de una vitalidad y una simpatía bebidas en el pecho materno.

La poesía no solo palpita en la convocatoria que nos reúne en esta torre de Babel ansiosa por hablarle a Dios. Se agita en el aire, la turbación, el magnetismo que anima la ciudad. Está en la amorosa comunión de sus gentes, atentas y sonrientes que nos reciben y hacen sentir “amañados”. Está igual en las cosas que hacen y en los sitios que levantan. Nos encanta el Parque de los Deseos, en cuya inclinada planicie los concurrentes se echan para procurar algún deseo de las estrellas que caen en la honda noche. También se percibe en la gracia de la Guía Turística que explica todo puntualmente como si nos acariciara y nos descubre el misterio de los pies descalzos, la cifra de músculos que logran el beso o la electricidad que ocultan los limones. A esto último, el dream team de reidores que formamos Chiqui Vicioso, dominicana, José Zuleta, colombiano, Benjamín Chávez, boliviano, Alex y el que ahora recuerda, armamos un fabuloso árbol de navidad con el limonero de la madre de Chiqui y nos burlamos del desafuero del costarricense que aún pretende sacarles limonada a los explotados frutos. La hallamos en el Parque de los Pies Descalzos, ocurrencia genial que permite vivir por los pies las texturas de la Madre Tierra y hasta aproximarse a lo que experimenta un invidente al transitar entre tocones con los ojos cerrados, a lo que se atreven solo Chiqui y Alex. Sin embargo, la poesía palpita, sobre todo, en el multitudinario público que recibe ávido nuestras lecturas.

El Festival abrió su voz al mundo el sábado 5 de julio, a las cuatro de una tarde gris y húmeda, como un otoño adversamente anticipado, en el anfiteatro del Cerro Nutibara. Este consiste en unas gradas que rodean con su abrazo un escenario al fondo donde nos sentamos los poetas. Las gradas de concreto, forradas de verdísima yerba, están custodiadas por altos árboles vigilantes. Al arribar los poetas ya casi estaba de bote el espacio, pero aún por sus escaleras bajaban, en riada constante, más participantes. La mayoría eran jóvenes, sobre todo parejas, en un aluvión gozoso. Rompió por el mensaje viril de Fernando Rendón, principal organizador, disconforme con la indiferencia de ciertos medios y la negativa oficial a reconocerle carácter patrimonial al acontecimiento que revirtiera el renombre de la ciudad, desde los antros del narcocrimen a las cimas jubilosas de la poesía. Después seguiría el concierto de voces. En disímiles lenguas, respetuosamente vertidas al español, en distintas maneras y con los más variopintos temas, se desovilló la bíblica lectura. Las horas se fueron tejiendo con los versos, en un rosario de nutrida belleza. Llegó la lluvia, no impertinente solo familiar, para reafirmar el acto poético, pues ¿qué poesía desconoce la lluvia? Se estrecharon más las parejas, se acercaron más los extraños, compartieron paraguas y hules, corroborando que la experiencia poética es ámbito de solidaridad. Nadie se retiró. Imantados, oían por los poros y las pupilas, se estremecían, exclamaban o reían, finalmente aplaudiendo delirantes y pidiendo más cuando se quedaban deseosos. No cabía en mi cuerpo de tan maravillado. Fueron largas horas paladeadas. Al final no pude evitar ir al podio y dejar hablar mi corazón. Nosotros hemos traído los poemas, ustedes confirman la poesía, dije. Ustedes hacen que la posibilidad sea probable y el futuro presencia, ¡gracias, Medellín! Y pedí a los poetas que, de pie, aplaudiéramos agradecidos a quienes completaban nuestros poemas. Esa noche probé lo que sienten las estrellas de rock.

El domingo siguiente a la inauguración, me correspondió ir en el grupo que leería en Santa Elena. Fuimos escalando montañas, siempre rodeados del asombroso verde de la nutrida vegetación. Subíamos encaracoladamente, bordeando el vértigo, siempre subíamos, como si se tratara de leer para los ángeles. El pueblito es simplemente precioso, ciudad miniatura, con los sitios necesarios para dispendiar vida. Un pueblo ordenadito, colorido, orlado de flores y artesanías por doquier. Luego nos enteraríamos de que era el ombligo de lo que llaman silletería, el arte de presentar flores que se llevan en la silla que hace mucho, colonizados, cargaba el mineral. Luminosa metamorfosis. Nos condujeron al edificio de gobierno, en cuyo portal leeríamos. Había allí unas mesas dispuestas, un equipo de audio y una persona que nos recibía con una sonrisa. Alex, con el humor atómico que blande casi continuamente, se me acerca, “Manolo, ¿contra quién vamos a leer?” “Será contra nosotros mismos”, respondí ante el despoblado panorama mientras nos carcajeamos, paseando nuestra incredulidad por entre los puestos de comidas y artesanías.

A las cuatro sentimos que los altoparlantes nos convocaban a leer y, con la pesadez de la desconfianza, nos acercamos al portal. No habíamos terminado de asentar las nalgas y comprobamos – ¡oh, magia inefable!– que se había colmado el espacio abierto ante nosotros. No solo leímos ante un público atentamente numeroso sino cómplice por demás, incluido un perro que tuvo una ligera inclinación por la lectura de Alex, lo que muestra que algunos canes suelen saber más de la cuenta. Al final pidieron más poemas, vinieron a tener nuestros autógrafos (¡ah, Vanidad, una gota tuya siempre endulza!), invitaron al “tinto”, el infaltable café colombiano, se sacaron fotos con nosotros y hasta nos regalaron ramos de ruda, “que da buena energía” y lógicamente la aceptamos, no hay que tentar la fatalidad. Mientras regresábamos, exultantes, encomiando tan gozosa ocasión, nos decíamos que aquello no podía ser casual.

La siguiente oportunidad para el asombro fue la lectura en el Teatro de la Universidad de Antioquia. Abriéndonos paso por un campus que semejaba un descomunal parqueo, un dédalo de incontables autos y motos, arribamos a un edificio apacible. Solo que al frente se extraviaba una larguísima fila de jóvenes que mi costumbre no supo asociar con nosotros. Pero, una vez que nos adentraron en el local, abrieron las puertas y la larguísima cola de aquel cometa de júbilo inundó el teatro. Sentados frente a un repleto patio de butacas, procedimos a leer. Hubo una recepción cálida, minuciosa, refleja. De nuevo los aplausos nutridos, los gestos aprobatorios, las exclamaciones confirmativas. Al final se formaron colas ante la mesa para que firmáramos las memorias, o un cuaderno o una simple hoja. Algunos ya nos habían oído leer y comentaban algún que otro texto, pues con los días pudimos comprobar que cuando se enamoran de un poeta lo siguen con lealtad penelopiana. Incluso no solo pedían firmas, sino que regalaban sueltos con poemas, dibujos y aún unas semillas para cultivos totalmente orgánicos, logradas por ellos. A mí una pareja se me acercó a regalarme unas vibrantes mariposas, dibujadas de sus manos, con toda la delicadeza de su vuelo. El incidente que nos devolvió a este planeta fue que, como se alargaba el tiempo de firmas y pequeñas entrevistas, los custodios se pusieron ansiosos porque querían acabar, así que, tras un par de señas, nos apagaron implacablemente los focos. Terminamos de firmar adivinando a oscuras. Verificamos que los custodios son una misma raza dondequiera, con una carencia genética para el buen humor y absoluta fobia por la poesía.

El Quinteto de Cuerdas (Chiqui, Alex, Benjamín, José y este escribidor), entre mil irreverentes chistes y jaranas, así cumplíamos uno y otro compromiso no acabábamos de descender del Aconcagua de nuestra admiración. Y es que ante cada pasada sorpresa, te sorprendía una inédita aún más desconcertante. Les cuento de lo que aconteció a Chiqui, Benjamín, el alemán Gerhard Falkner y el tulipanés, digo, holandés, Arjen Duinker. Nos dijeron que leeríamos en Barrancabermejas, lo cual no nos decía nada, y nos fletaron en par de aviones hasta las orillas terracota del Magdalena. Teníamos un resquemor incontrolable, pues nos habían dicho que el lugar era caliente, lo que entendimos como de alta temperatura, a lo que Chiqui y yo nos reímos pues soportamos comúnmente los treinta y pico de grados. Pero alguien se encargó de malignamente aclararnos que no se trataba de esa temperatura, sino de los excesos de las huestes paramilitares. Sin embargo nos hicimos a la idea, en fin que los poetas asumimos el destino como el poema que aún nos falta por escribir, quizás el mejor. Al llegar al aeropuerto, muy vigilado, como en el poema, nadie nos estaba esperando. Así que entretuvimos los minutos jugando a la ruleta rusa de nuestro porvenir inmediato. La risa suele ser un noble escondite para el miedo. Ya nos adaptábamos a recluirnos en el aeropuerto, cuando arribó, sofocado, sudoroso pero sonriente, los brazos abiertos como la salvación, José Fernando, la persona que nos acogería en la ciudad, al que un tropiezo inesperado lo había retardado.

A partir de ese instante todo fue deleitoso alivio, como quien libera la vejiga tras horas de continencia. No dejamos incluso de exponerle nuestras dudas de supervivencia. Despreocúpense, nos dijo sonriente, y teníamos que creerlo, lo decía alguien que se la juega día a día. Hambrientos –tuvimos que salir antes del mediodía para coger el avión–, sin atrevernos a evidenciarlo por no faltar a la cortesía, tras dejar los bultos en el motel de trabajadores donde nos alojaron, nos encaminamos a nuestro deber. Nos condujeron a una pequeña plaza con gradas de cemento, ante las que se alzaba un podio con sillas, que, en definitiva nadie usó por estar más compenetrados. Detrás corría el río silencioso y pesado, como un fátum indiferente. En medio de este se alzaba, protector, el Cristo Petrolero, levantado en hormigón y acero por los propios obreros para halagar la buenaventura. Se nos unieron los poetas colombianos Catalina González, Federico Díaz-Granados y otro cuyo nombre pierdo entre tantas emociones. Leímos para un grupo de ciudadanos y poetas locales, en presencia del alcalde del sitio, cuyo cuerpo de seguridad nos daba cierto respiro, aunque alguien desconfió de su exigüidad y, sobre todo, del desparpajo como desatendían su cuidado para conversar y atender nuestra lectura, peligros del buen oficio. Chiqui leyó primero y luego Gerhard pues los entrevistarían para la televisión. En su poema, la dominicana invocaba ciertas deidades del panteón afro-caribeño, entre ellas a la diosa de las aguas. Nuestras sospechas se cumplieron casi de inmediato, con un espléndido aguacero que presenció el final de nuestro recital. Tuvimos que guarecernos ante unos magros bambúes, que dieron un toque budista a la tertulia.

Tarde en la noche llegó la cena. Pero pantagruélica, de bagre frito, vaca frita, patacones a lo Botero y cervezas. No hubo mucha sobremesa porque debíamos levantarnos con los gallos para la siguiente aventura. Siempre quedan cosas por ver. A las cuatro y media de la madrugada nos estábamos desperezando. Fuimos por el tinto reanimador y, cuando la de rosados dedos apenas mostraba sus uñas, cerca de las cinco y media, ya nos hallábamos ante el portón que da acceso a la refinería. En pie pero respetuosos, interesados, totalmente despiertos, tras una breve arenga y las debidas presentaciones, los obreros recibieron la lectura. Solo leer el último verso y nos condujeron hacia otra entrada cercana donde se agrupaban obreros temporales. Volvimos a leer ante un público religiosamente afirmativo y entusiasta. El sol nos sorprendió leyendo. Fue el primer desayuno poético de mi vida. Nunca pasó por mi mente hecha a las fiebres del imaginar el leer para nadie en horas tan brumosas. Pero ocurrió.

El Festival fue una escala multicolor de deslumbramientos. Constituyó una vasta posibilidad de conocimiento y relación, en los más variopintos matices: vivencial, geográfico, cultural, poético, humano. Además del hallazgo invaluable de un receptor ávido y filial, pudimos abrazarnos poetas de unos sesenta países y una veintena de lenguas. Accedimos a asuntos y estilos inquietantes, siempre posibles, incluso cuando no coincidían con el concepto o la tradición propia. Evito mencionar nombres para no crear celos y quebrantaduras en el ánimo de feliz amistad que dejó el Festival. Verificamos la amplitud de posibilidades para ejercer la poesía, con disímiles maneras de expresar y hasta actuar el poema. Por sus textos nos acercamos a la realidad de sus respectivos mundos, lo que nos prepara mejor para comprender y aceptar. Y, sobre todo, establecimos una dinámica camaraderil que nos hacía pensar en una suerte de Naciones Unidas para la Poesía, todos con el entusiasmo de la paz, la justicia y la belleza. Un país mordido rabiosamente por la violencia, de pronto nos encaraba a los mejores valores que salvan al ser humano. Nunca podremos agradecer suficientemente esto al Festival de Medellín y su increíble público.

Y así todo –excelencia frutal, exhuberancia vegetal, calidez de cicerones, vivacidad poética, desbordada presencia de Botero, simpatía humana– fluía a su desenlace grandioso. De nuevo el cerro Nutibara, de nuevo inundado río humano, de nuevo pechos y oídos expectantes, de nuevo el fluir de voces diversas, sumándose en el entramado de textos, un ancho y múltiple fresco que exponía el mundo. Otra vez, multitudinarios aplausos sentidos, la apoteosis de identificación y afecto. Cinco horas cuarenta minutos de poemas dichos en las varias lenguas de Babel. Cinco horas y tanto de diálogo armonizante. De tensiones y distensiones inteligentes y sensibles. ¡Qué maravilla! Imposible descabalgar del asombro. La realidad nos venció por exceso. La vida es mucho más de lo que vemos, incluso más de lo que deseamos ver. Estaba absolutamente en lo cierto Martí: yerran quienes creen que la fruta toda se queda en la cáscara. No les digo “Crean”, sino, “Vayan a Medellín”.

Holguín, 18 de julio al 3 de agosto, 2008

jueves, 14 de agosto de 2008

GUSTAVO ORTIZ / SESIONES DE SOUL PARA UN EXTRAÑO


Una techumbre de lápidas
es el festín del silencio
que le quedan
a esos monjes oscuros
que me hablan
y se apiadan de mí
en una eterna condena.
******
Si creyeran en dios
saldrían perdiendo,
el tiempo es bastante pobre
para tales protocolos.
El limo de su cuello
guarda frases obscenas
como réquiem del otoño pasado.




Un extraño recorre las calles de Bogotá capital, le acompaña un duende melancólico y suicida. El poeta Gustavo Ortiz (SEUDÓNIMO: RODOLFO GARCIA L.) va con su valija de sueños y música hacia un territorio en donde solo el tiempo podrá reencontrarnos. Su poética elaborada y plasmada en mecanismos que parecieran imitar la relojería de un obstinado artesano suizo que busca el ritmo exacto, la metáfora precisa, unas veces, y otras, la cadencia musical liberada y perfecta en su vuelo de cobres, saxos, trompetas oxidadas y luminosas sobre los ventanales de la noche profunda. Esta, su obra, lo consagran hoy por hoy, como uno de los poetas más importantes de Colombia. Pese a su edad (poco menos de treinta años) este poeta, nos entrega en este poemario SESIONES DE SOUL poemas que nos acercan a territorios íntimos, en donde la soledad y el arte de los extraños, de los que caminan el lado salvaje de la vida bajo las sombras duras de la luna con su capa de smog citadino.

El poeta Gustavo Ortiz no es un poeta de imágenes falsas ni de talismanes etéreos, su arte esta grabado, repujado y labrado en los metales de un escudo funerario, una especie de armadura luminosa contra el tiempo, aquí en Griffos de NNeoNN hemos publicado anteriormente tres poemas; en esta oportunidad publicamos seis poemas ya que consideramos que su arte permanecerá por encima de vicisitudes temporales y su presencia será una Sesión de Soul dedicada a los extraños que viajan sobre la cuerda iridiscente de los malabaristas del fuego.

SECIONES DE SOUL


Rodolfo García L.



A Sandra Naranjo Pineda

y Adriana Maldonado.

A Maria Teresa, desde la otra orilla.




SOUL


Me desmiento día a día


como poeta


y solo soy una palabra.


Vivo de la decisión ajena de un poema


y el zureo de las palomas


picotea mi cadáver adormecido.


Sobre la piel de un violín


la baba de la derrota.


La soledad desconoce


que existo.




FESTÍN DEL SILENCIO
I.

Detrás de los telares

maniquíes decapitados

habitan el parque,

el aparente encierro

los ha librado del olvido,

celebran su siesta eterna

entre pétalos de pólvora dormida.

Sobre el espesor de la tarde

una sombra de mariposa

en los apolillados labios,

el insulto devastado del pasado

como una alegoría

ya seca.

El disparo estancado

entre las piezas solitarias

que laten

que beben

en la palabra

el deseo más oscuro.

Alguien los ha llamado hombres,

relojes averiados de dios,

nautas maltrechos

sobre la mortaja de un día

que arde sumiso.


II.

Tasajeador de escrituras

escrituras panes agrios

alimento mi derrota.

He guardado tantos muertos

en la empuñadura de mi boca

que apenas descifro

el último cielo.

Una flauta seducida

Roza mi abrupta piel,

Ventisca camaleónica

Sobre la guerra de mundos

Que son mis manos.

He renunciado a ser hombre

Y vivir cautivo

En la grafía de la soledad.

Una techumbre de lápidas

es el festín del silencio

que le quedan

a esos monjes oscuros

que me hablan

y se apiadan de mí

en una eterna condena.

La muerte es un derecho

para los que son memoria,

la muerte no me habla.




IRAK BLUES

La tienda de cenizas,

la calle quemada,

las nubes bronceadas de dolor,

la esquina del ruido

me enclava como a un profeta,

las noticias de los redentores

haciendo patria

no son buena miga de pan

para calmar el hambre.




BOULEVAR DE LOS SUEÑOS ROTOS
I.


Palpa la piedra,


con el aliento abre su cuerpo,


el extraño extrae la luz


de la concha del marasmo.


Sentado en la continuidad del mundo,


aspira huellas, paseantes,


desde el pórtico sin esperanza


pregona necedades.


Heridas de fonemas garzos


lavan cada párrafo de ciudad,


la pestañina de la tarde


se corre y se confunde


con los lagrimones de lluvia


de los que regresan,


aquellos que visten su sotana de viudo


en el pozo de la nocturnidad.


Las guirnaldas desvencijadas


marcan el preludio cinerario,


desde el boulevar de los sueños rotos


entintan el electrocardiograma


del día jueves:


En versos latinos,


en una salva de aplausos,


en una maraña de agobio.


II.


Cadalsos navegantes


florecen en las calles,


zurean las migajas de la noche,


infames voladoras


del insomnio de un poema,


nervaduras de ángeles caídos


erguidas sobre el viento.


Sabedor de su pena,


el último de mis hombres


resbala del techo de dios.


Cancela su cuota de amor


con la tarjeta de crédito


que guarda en la sombra


de su ojo izquierdo


donde la polvareda del tiempo


oxida boletos de invitación,


faldones de domingo,


máscaras de lluvia.


El ataúd desnudo de una mano


enciende los restos de una fiesta.


En la peña de la esquina,


sobre la ladera del destino,


guitarrones ejecutan sentenciados,


la revolución de las penumbras vibra.


III.


Los cansados escudos


se remojan en licor,


las palabras ladran inexactas


sobre el trapecio del deseo.


El sopor de la humanidad


se demarca en el roce,


en la abertura del vértigo


donde dos caen


sin saber sus nombres.


Si creyeran en dios


saldrían perdiendo,


el tiempo es bastante pobre


para tales protocolos.


El limo de su cuello


guarda frases obscenas


como réquiem del otoño pasado.


El revisa juicioso


el paso de los inquisidores.


Palpa la piedra,


con la tristeza extrae el beso,


el albacea del poema


cura las ampollas del destino.




COTIDIANA
A Lauren Mendinueta.

Las sílabas humean,


se cuela su costumbre


por los extractores


y las claraboyas sucias de la ciudad,


algo debe andar mal


en la cocina de la memoria.


En la ágora rancia


la corteza de la lluvia,


hiere tantas cosas,


incluso hasta la felicidad


de recordarla.

BACKSTAGE SOUL

Legend:

Let me to listen to something for the first time,

to say a word without history,

let me that this good-bye without memory,

they understand it as mindful good-bye

and not as profane intertext,

of tuesdays dreams,

lost tickets

and kissed songs.



Pictures that say something more:

Ariadna reading in the sands

the mathematical logic of the loneliness

read in her bitter myth

between the clock of the absence

and the ardent dampness of the caress,

this tomb of sands.

The thread is the rope or the liberation,

this way since

we can speak about Naxos or Pennsilvania.

Even the love can be sad in scene

or truth backstage.