lunes, 11 de febrero de 2013

"EL VUELO DE KLEIN"














Por Omar García Ramírez

   Su cuerpo arqueado en gris y negro, un buitre surrealista o un pájaro dadá con las alas extendidas en un esfuerzo de gimnasia oriental. La cara al cielo gris plomizo; la calle al fondo (un hombre que circula sobre una bicicleta), un hombrecito ajeno al vuelo de este ejecutivo artista que se lanza desde el borde de una casa en Calle Gentil-Bernard, Fontenay-aux-Roses de los suburbios parisinos. El hombre que se aleja pegado a la tierra, rueda en equilibrio; el otro, el que vuela, parece levantarse hacia una metáfora, una imagen potente que quedará más allá de su muerte.

   Una vieja revista de L´oeil. (La había encontrado en un mercadillo de segunda). El texto mínimo; Le saut dans le vide. Fotografía en blanco y negro magnífica. Entonces, de alguna manera, supe que el arte también había tenido instantes para una poesía secreta. A pesar de que muchas veces en la deriva de sus búsquedas, había terminado aislado en una vitrina de cristal ––calavera con diamantes y ribetes de oro––; otras veces, había   ejecutado casi desnudo uno de sus gestos más auténticos.

   Se avecina un golpe al parecer; Pero es solo una amenaza suspendida. El golpe nunca existirá ya que ese vuelo sería pura contención, dinámica sostenida sobre un gesto poético, instante de un ascenso, ruptura con la gravedad pedestre; una estampa de aire sostenido antes de la caída. No es Icarus cercano al sol y quemándose. No se ven alas adosadas a su espalda; no hay un arnés; no se ve una cuerda de funámbulo. Solo el gris en perspectiva, pero aun así el gesto es limpio y verdadero; ideograma trazado por el pincel corporal del artista buscando el instante de una inmortalidad que perece en el vacío, se contorsiona y muere en el mar plomizo del cielo; tiene como dura frontera el suelo del pavimento. El albatros sabe que en su estomago quema un sol denso y debe alimentar su espíritu de algo que le lleve hasta su próxima estación.

   El marco referencial y periodístico reitera: el 27 de noviembre de 1960: Yves Klein, El pintor del espacio se lanza en el vacío. La imagen es mundialmente conocida: un icono artístico del siglo veinte. El autor de la célebre exposición “Vacío”, en Paris un año antes, se encuentra en su elemento.

   Yves Klein (Niza, 1928; París, 1962),  autor de las grandes telas monócromas azules (sedimentos texturados de un pigmento que él había bautizado como  International Klein Blue (IKB), así como de las “Antropometrías”, telas resultantes de la utilización por el artista, de modelos desnudas bañadas en pinturas, ––epidermis humectadas, pinceles vivientes––, huellas dinámicas del cuerpo femenino en contacto con las telas.

   El artista judoka, pintor de medios extremos como el fuego (lanzallamas), y otros experimentos de autopromoción que lo emparentaron desde muy joven con las corrientes vanguardistas europeas. Necesitó solo ocho años para hacer toda su obra y morir muy joven a los 34.
  
   Pero es ese único y definitivo performance el que nos interesa, el que mantiene hasta nuestros días su aura poética. Aquel foto-montaje (ya se sabe; se trata de una fotografía retocada, elaborada en lo técnico por Harry Shunk y Janos Kender) que aparece en la portada de Dimanche, Journal d’un seul jour, una publicación efímera donde el artista es el único redactor. Un diario, Dimanche. Una foto en su portada. Un título en letras grandes; cuando se distribuyó por las calles parisinas creo el efecto de lo sensacional.

   Antes de este salto famoso, parece que hubo otro no muy conocido y destinado a perecer o a sobrevivir entre la anécdota y la leyenda urbana. El vuelo de Klein fue concebido en casa de una amiga ––dicen por ahí––, tal vez una pequeña galería de arte. Leí después sobre anécdotas mezcladas con la leyenda: rostros sangrantes, tobillos desencajados. (Al parecer un acto limpio y perfecto no se elabora de la noche a la mañana sin algunas contusiones de práctica y ensayo).

   Mucho tiempo después, se conocieron los aspectos secretos del salto: un grupo de amigos de un club de judo lo esperaban a la caída con una manta tensada, y otros más pintorescos que rodearon esta acción. A pesar del revelamiento, esta no perdió fuerza y al contrario se elevó dentro del espacio imaginario de las prácticas del arte contemporáneo. Algo que movió por un instante las fronteras del gesto y el performance. La forma en que el hombre corriente podría llegar a levantar el vuelo liberándose de unas cadenas imaginarias.

   Aquí abajo, partículas de polvo pegado a los zapatos, allí arriba era solo el aire y la vida suspendida de un soplo. Se sabe, que había entrenado con artistas marciales japoneses y que supo ocultar los rudimentos técnicos de aquel evento. Muchos artistas después intentaron emularlo, no conocían la historia completa y se dieron de narices en el suelo, se golpearon y destrozaron la cara y las costillas.* Creían que el salto era real, no comprendieron que el salto era un símbolo en una época en donde el hombre se decía estaba próximo a llegar a la luna. En una época en donde la guerra fría se diseñaba en los laboratorios de tecnología militar, en los hangares de la carreara espacial, en los estudios de propaganda cinematográfica (en donde posiblemente se recrearon algunos viajes a la luna) y en los campos de batallas del sudeste asiático.

   Ese era el vuelo, un frame de una película eterna, el loop de una cinta que nunca terminaba, el plano general de un artista conquistándose así mismo en medio de un vendaval. Una tormenta de silencio, bajo una luz gris y plomiza; monotonía de una calle que no llevaba a ninguna parte. Y al final un interrogante que podía terminar en sangre. Luego, Ives Klein, buscaría como alquimista, otros elementos, las tierras del nigredo, el fuego, el agua, el vacío, pero solo esa pintura aérea esa boddy-airpainting-performance; esa declaración de vuelo lo haría inmortal.

   Creo que fue a los 18 años que contemplé por vez primera aquella revista de arte en donde se rendía homenaje a Ives Klein y me dí cuenta que algo cercano a la epifanía había iluminado mi cerebro, tal vez por la cercanía de esa fotografía con la muerte. La caída. No una chute como la de Camus; Era una caída para la búsqueda de una redención poética, era la caída del artista buscando su propia muerte inmortalizada de un gesto. Seppuko ritual de un cuerpo en gris. Si el salto hubiese sido desnudo le habría dotado de otra connotaciones: míticas, heroicas, antropológicas, cercanas a la leyenda y a la saga; pero al hacerlo vestido con el traje de la época, llevó esa poética al hombre de la calle, al espíritu que sucumbía a esa nueva era exacerbada de tecnología y progreso despiadado. Después de los bárbaros vendrían los sueños de un mundo feliz. El hombre siempre habría querido lanzarse y flotar confortablemente sobre una nube, o caer al vacío sin remisión; más tarde, el mismo arte que alguna vez admiré, parecía caer el al vacío de una nada segura, una confortable estancia de una feria de arte en donde todo era ruido silencioso de los cajeros electrónicos, economía, bolsa de valores y especulación de grandes apostadores.
  
   Ives Klein a su muerte joven,  había dejado su estela, no su escuela. El aspiraba a eso, a dejar una huella aérea que se confundiera con su azul de tierra; su azul de Klein poderosamente matérico en la pintura, y meteórico en su vuelo hacia la inmortalidad. Esa pintura hecha de acumulación de polvo industrial, de oxido de cobalto aplicado por capas sobre soportes de madera o de lienzo.

   El orinal de Marcel Duchamp, en la primera mitad del pasado siglo, fue una bofetada al arte burgués de la academia. El salto al vacío se configuró de otra manera, en canónica fotografía de ruptura del arte de los sesenta cuando muchas corrientes de avant garde estaban exhaustas. Era también un grito como el de Munch al borde del precipicio de la guerra fría. Iconos que irrumpirían con fuerza en el santoral de las artes modernas. Al ser una imagen intervenida en la era anterior al Pothosohp en donde cualquier cosa se puede hacer con unos cuantos clic (collage de fabricación en masa para la estética del espectáculo); Ese gesto de aires marciales y bluff surrealista, de cierta manera, resume lo peligroso del arte y de la vida. En este caso, el vuelo es algo imposible, la conquista del espacio es una quimera que de alguna manera busca y se encuentra con la soledad, la eternidad y el vacío.

   El que salta al vacío sabe que su gesto, que su obra,  perecerá. Una galería negra sacudida por una tormenta eléctrica que luego dejará los pasillos a oscuras. Que a lo mejor su destinatario será el olvido y la nada. También, de cierta manera, sin ese gesto, sin esa obra, sin ese salto, la vida, el asombro de la vida, no sería refrendado por el espíritu. Y entonces, la muerte sería más triste y mísera. Sin ese gesto de ave que se interna en la luz para desaparecer como un grito sobre las murallas de un acantilado rocoso.

* Algunos historiadores de arte asocian el suicidio de Rudolf Schwarzkogler con el salto de Klein, pues considera que el traumático accionista vienés se lanzó por la ventana de su apartamento en un segundo piso “para llevar hasta una absoluta literalidad la metáfora de Yves Klein”. Según esta creencia, Rudolf aspiraba a fulminar el simulacro con el impacto de su cuerpo incrustándose en el pavimento.
En 1985, la artista cubana Ana Mendieta protagonizaría una escena similar en Nueva York, sin que la historia lograra verificar si todo fue una cuestión de inmolación performática o crimen premeditado.

viernes, 8 de febrero de 2013

"EL SUICIDIO" Charles Bukowski






La otra vez escuche a un poeta de té con galletitas, decir y repetir, lo que otros de su atildada ralea han dicho siempre: "Es que Bukowski le ha hecho mucho daño a la literatura joven colombiana"También extienden esa nefasta influencia a toda la literatura. Y creo que lo dicen sin haber leído una buena parte de su obra que es extensa, más de lo que la gente piensa; y lo dicen sin haber leído una buena parte de su poesía en donde existen obras de peso suficiente para hacerlo un clásico moderno. Lo dicen y lo afirman casi como un insulto contra quienes descubrimos, de tarde en tarde, por ahí  nuevos trabajos, nuevos poemas y cuentos como este, en donde el viejo dejaba en claro que no era de esos señoritos labrandose una reputación de centraditos y adocenados. Esos que le han hecho tanto daño a la poesía y a la literatura colombiana con su amaneramiento de instituto Benjamenta. 

El viejo, hay que decirlo cuando podía y cuando quería (que era más seguido de los que muchos creen) escribía cositas como esta; cositas sordidas pero al mismo tiempo deslumbrantes y poderosas como el resplandor de una navaja en una pelea de taberna.  


O.G.R.




EL SUICIDIO 




Considerar el suicidio era una práctica común para Marvin Denning. A veces su pensamiento sobre el tema desaparecía durante días, incluso semanas, y se sentía casi normal, suficientemente normal como para seguir viviendo con comodidad por un tiempo. Después el impulso volvería. En esos momentos, la vida se volvía demasiado para él, las horas y los días se arrastraban inútilmente. Las voces, las caras, el comportamiento de la gente lo enfermaban.

Ahora, manejando al salir del trabajo, el impulso suicida estaba ahí presente. Apagó la radio del auto. Había estado escuchando la 3era de Beethoven, y la música le había parecido completamente equivocada, pretenciosa, forzada.
-Mierda, dijo. 
Marvin estaba atravesando el puente que lo llevaba de vuelta a su departamento. Era un puente que cruzaba uno de los puertos más grandes del mundo. Marvin detuvo su auto cerca de la mitad del puente, encendió las balizas y salió del vehículo. Había una saliente al lado de la baranda del puente, y se subió.
Más allá de él se extendía un alambrado de unos buenos 3 metros de altura. Tendría que trepar ese alambrado para llegar al borde. 
Debajo suyo estaba el agua. Se veía pacífica. Se veía simplemente bien. 
La hora pico del tránsito estaba creciendo. El auto de Marvin bloqueaba el carril próximo. Los autos trataban de cambiar de carril. El tráfico se acumulaba. Algunos autos tocaron bocina a medida que pasaban. Conductores insultaron a Marvin a medida que avanzaban.
-Eh, ¿estás loco?, ¿o qué? 
-¡Zambullite! ¡El agua está tibia!
Marvin siguió mirando fijamente abajo hacia el agua. Decidió trepar los alambres y cruzar. Entonces, escuchó otra voz.
-Señor, ¿está usted bien?
Un auto de policía se había estacionado atrás del auto de Marvin. Luces rojas parpadeaban. Un oficial se le acercó mientras el otro permanecía en el auto. El oficial se movió rápidamente hacia él. Era joven con una cara delgada y pálida. 
-¿Cuál es el problema, señor?
-Es mi auto, oficial, se paró, no quiere arrancar.
-¿Qué está haciendo en el borde?
-Sólo mirando.
-¿Mirando qué?
-El agua.
El oficial se acercó más.
-Este no es un parador.
-Ya sé. Es el auto. Nada más estaba parado ahí, esperando.
Marvin se bajó de la saliente. El oficial estaba a su lado. Tenía una linterna.
-Abra bien los ojos, por favor.
Apuntó primero la luz de la linterna en el ojo derecho de Marvin, después en el izquierdo, después colgó la linterna en su cinturón.
-Déjeme ver su licencia.
El policía agarró la licencia. 
-Quédese donde está.
El policía volvió al patrullero. Metió la cabeza en la ventanilla, y habló con el otro policía. Después se irguió y esperó. Después de unos minutos caminó devuelta hacia Marvin, le devolvió su licencia. 
-Señor, vamos a tener que mover su auto del puente.
-¿Va a llamar una grúa? Gracias.
El auto de Marvin estaba estacionado en una leve pendiente cerca del centro del puente. 
-No, vamos a darle un empujón. Quizás cuando empiece a andar, arranque.
-Es muy amable de su parte, oficial.
-Por favor suba a su auto, señor.
Marvin fue a su auto y esperó. Cuando el auto de policía chocó el suyo, sacó el freno de mano y lo puso en punto muerto. Lo empujó por el centro del puente y bajaron por el otro el lado. Puso segunda, pisó el acelerador y, por supuesto, el auto arrancó. Saludó desde el auto a la policía y siguió andando.
Lo siguieron. Lo siguieron bajando el puente y llegando al bulevar principal. Las cuadras pasaban. Continuaron siguiéndolo. Entonces Marvin vio un café: El novillo azul. Entró al estacionamiento y encontró un espacio. La policía estacionó algunos metros detrás, entre Marvin y el café. Marvin salió de su auto, lo cerró y caminó hacia El novillo azul. Pasó delante del patrullero y los volvió a saludar, “gracias otra vez, oficiales.”
-Mejor haga ver ese auto, señor. 
-Lo haré, por supuesto.
Marvin caminó hacia el café sin mirar atrás. El restaurant estaba lleno. Todas las caras le provocaban una especie de náusea. Había un cartel:

POR FAVOR ESPERE PARA TOMAR ASIENTO


Marvin no esperó. Caminó hacia la última mesa vacía, se sentó. No tenía hambre. 

Una mesera enorme apareció en un atuendo rosa. Tenía una cabeza muy redonda y sus labios estaban pintados en un frambuesa intenso. Le alcanzó un brilloso menú.
-¿Cómo está hoy?, preguntó.
-Bien. ¿Y usted?
Ella no respondió. Después habló.
-¿Café, señor?
-No.
-¿Ya sabe qué va a ordenar?
-No. Por el momento, tráigame un vaso de vino.
-¿Cuál?
-El vino de la casa está bien. ¿Tiene oporto?
La moza se fue y él miró cómo sus enormes nalgas se alejaban trabajosamente.
Quizás pueda volver al puente esta noche cuando no haya nadie alrededor, pensó Marvin.
Dos hombres estaban en una mesa atrás de Marvin. Él podía escucharlos hablar.
-¿Los Dodgers están bastante bien, no?
-Sí. Y Los Ángeles están también ahí arriba en la tabla. Imaginalo. Tal vez tengamos una buena serie.
-¿Eso sería un infierno de gritos, eh? 
Después la moza volvió con el vino de Marvin. Lo apoyó bruscamente y algo de vino rebalsó y salpicó sobre la mesa.
-Disculpe, señor.
-No hay problema.
-¿Ya sabe lo que va a pedir?
-No, no todavía.
-Esta noche tenemos un especial de solomillo.
-No, gracias.
Meneó sus nalgas y se fue. Marvin tomó un sorbo de vino. Tenía gusto a viejo, de alguna manera lo hizo pensar en arañas. Después escuchó la música que empezó a sonar. “No tengo que decirte que te amo”, cantaba una voz masculina. 
Después escuchó a los hombres detrás suyo.
-Te voy a decir algo que no vas a poder creer.
-¿Como qué?
-Ronald Reagan fue el mejor presidente que tuvo este país.
-Vamos, tuvimos muchos presidentes. Es una afirmación arriesgada.
-Sin Reagan esos rusos de mierda estarían por todo el mundo, estarían trepando el cerco de nuestro patio trasero. Los detuvo donde debían ser detenidos. ¡Sabían que hablaba en serio!
-Bueno, sí, fue un buen hombre.
-Te digo más, ¡va a haber una guerra en el ESPACIO! ¡Entre nosotros y los rusos! ¡Vamos a estar peleando por la luna, por Marte, por todos los planetas!
-Ya tenemos nuestra bandera en la luna.
Marvin terminó su vino e hizo un gesto a la moza. Ella rodó lenta y ruidosamente.
-¿Listo para pedir, señor?
-Otro vino, por favor.
-Tenemos especial de solomillo…
-Sólo el vino, por favor.
Marvin escuchó otra vez la música que sonaba. Otro hombre estaba cantando, cantaba: “Sino atendés el teléfono rápido, voy a ir a tu habitación.
Después la moza volvió con el vino. Lo apoyó. 
-¡No lo derramé esta vez, ¿vio?!
Ella soltó un estallido de risa completamente falsa.
-Estoy mejorando, ¿vio?
-Lo hacés bien…
-Diana es mi nombre. 
-Lo hacés bien Diana.
Después se ocupó de sus otras obligaciones. La tarde se disolvió rápidamente en la noche. Marvin dio un sorbo a su vino.
Cuando se estampara en el agua, iba a ser como golpear contra el cemento. Excepto que se deslizaría en ese frío azul –una pierna para un lado, la otra pierna para el otro– y el pelo de su cabeza flotando. Zapatos torpes en torpes pies. Fuera de sí. Cero menos cero. Tan acabado como se puede estar, de acá a la nada. Bastante bien. No podías tenerlo todo.
De repente hubo un estallido, un vaso rompiéndose. La puerta principal se abrió de una patada y dos hombres entraron usando medias como máscaras. Una mujer gritó.
-¡Cerrá la puta boca o estás muerta! –gritó el más bajo. ¡Es en serio! ¡No es un chiste! ¡Contrólense o están todos muertos!
Cada hombre llevaba un saco de lona. El más alto fue hacia la caja registradora, apretó una tecla, la bandeja de la caja se abrió de golpe. Empezó a juntar billetes y monedas en el saco.
Cada hombre tenía lo que parecía ser una Magnum 357.
-O.k. ¡Todas las billeteras y las carteras sobre la mesa! ¡Los anillos también! ¡Relojes! ¡Todo! ¡El que intente hacerse el vivo, la paga, ¿entendieron?!
Después empezó a circular por las mesas poniendo todo dentro del saco.
El hombre más alto había terminado con la caja registradora. Vió a la mesera gorda encogerse de miedo a unos metros de distancia. Él corrió hacia ella, dijo: “¿Dónde está la caja del dinero?
-¿Qué?
-¡La puta caja del dinero! ¡Dónde guardan los billetes grandes!
La mesera gorda se quedó simplemente parada. El más bajo la sacudió, trabó la mano contra su cuello.
-Te voy a volar la cabeza! ¿Dónde está la caja del dinero?
La mesera gorda estaba lloriqueando, jadeante. Ella dijo: !Está en la cocina, abajo del fregadero!
-¡Qué nadie se mueva!
El hombre alto corrió hacia la cocina. 
El hombre bajo empujó a la asustada mesera a un lado. Terminó de limpiar los objetos de valor de las mesas, metiéndolos dentro del saco. 
El hombre alto salió corriendo de la cocina. 
-¡Ya tengo el maldito dinero! ¡Vamos!
El hombre bajo estaba ocupado.
-¡Vos vigilá la puerta! ¡Dale a cualquiera que entre! ¡Mirá la puerta!
-¡Dale, vamos, ya tenemos suficiente!
-¡No, voy a llevármelo todo!
Siguió moviéndose hasta llegar a la mesa de Marvin.
-Ey, idiota, ¿dónde está tu billetera?
Marvin miró la cara cubierta con la media. De algún modo le gustaba. Mientras menos podías ver de una cara humana más agradable era.
-He decidido quedarme con mi billetera.
-Vos no decidís una mierda.
-Claro que sí.
-¡Bueno flaco, lo querés, lo tenés!
Marvin sintió la Magnum contra la sien.
-Ahora vas a sacar tu billetera, ¿está bien?
-No está bien. Me voy a quedar con mi billetera.
-Hey, –gritó el hombre alto– ¡vayámonos de acá!
El hombre bajo apretó fuerte la Magnum contra la sien de Marvin.
-¿Querés que éste sea tu último momento?
-Vamos, dispará –dijo Marvin. 
Marvin esperó. El hombre puso el seguro a la pistola. Marvin vio al hombre agarrar la Magnum por el barril. Vio alzarse la pistola, sentado ahí, esperando. Estrelló la Magnum en medio de su cráneo. Hubo una explosión de luz amarilla, azul y roja, pero Marvin no sintió dolor. Por un momento no pudo moverse. Lo intentó. Empezó a patear salvajemente y le dio al hombre en el estómago con su pie derecho.
-Oooh…
El ladrón tiró el saco, se agarró la ingle, casi hundido sobre una pierna.
-Ohh, puta madre…
Marvin oyó otra vez el seguro de la pistola. El hombre apuntó la Magnum, apretó el gatillo. La bala pasó zumbando cerca del oído izquierdo de Marvin y rompió una lámpara colgando lejos al fondo de la sala. 
-¡Vayámonos de acá!– gritó el hombre alto.
El hombre bajo se enderezó y caminó un poco torcido, y sosteniendo su Magnum y su saco, siguió al hombre alto hacia la puerta. Después se fueron. 
Así, todos los clientes empezaron a dar vueltas y hablar al mismo tiempo. El encargado del café que había estado escondido en la cocina fue al teléfono. Marvin Denning terminó su vaso de vino e hizo señas a la mesera de gorda que estaba parada a unos pocos metros, temblando. Marvin se levantó, caminó hacia ella. “Diana, otro vaso de vino, por favor…” 
-Oh, –dijo– oh… sí… por supuesto…
Marvin volvió y se sentó. El ruido de los que estaban en las mesas había alcanzado un tono enfermizo mientras hablaban del asalto. 
Marvin esperó, después Diana volvió con su vino. 
-Gracias, Diana.
Le dio un sorbo. 
-Eso que hizo fue bastante valiente, señor. Gracias a eso, salvó las pertenencias de muchos de los clientes.
-Oh… sí…
-¡Está sangrando, pobre hombre!
-Está bien.
Diana se fue corriendo tan rápido como pudo. Denning oyó el sonido de la sirena de la policía. Tomó una servilleta y la sostuvo encima de su cabeza. Después la sacó y la miró. Sangre. La estúpida simplicidad de la sangre. 
Entonces Diana volvió. 
-Tome. Este repasador es todo lo que pude encontrar, pero está limpio.
-Gracias.
Plegó el repasador, y para complacerla, lo sostuvo sobre su cabeza. 
-Mejor que se haga cocer eso.
-Está bien. Lo principal: ¡traéme aquel bife que mencionaste y tal vez unas papas fritas!
Diana volvió a la cocina y Denning le dio un sorbo a su vino.
Al minuto entró la policía. Entraron corriendo por la puerta, con las manos en la funda de las pistolas. 
-Quédense todos donde están.
Uno de los oficiales era el de la delgada cara y pálida, el mismo que lo había detenido en el puente. Sus ojos se encontraron. Delgada cara pálida lo miró fijo.
-¿Qué está haciendo acá?
-Esperando un bife. Usted me acompañó hasta acá, ¿lo recuerda?
Dos policías más entraron. 
-¿Esperando un bife?
-Sí, ¿hay alguna ley contra eso?
-Oficial, –dijo un cliente que estaba parado cerca– este hombre casi captura a uno de los ladrones. Lo pateó hasta que cayó al piso. 
Diana apareció con las papas y el bife de Denning, los apoyó. 
-Oficial, este es un hombre muy valiente, –dijo ella.
Uno de los clientes empezó a aplaudir. Los otros se unieron. Denning alzó su vaso de vino hacia ellos, y lo vació. Delgada cara pálida preguntó: “¿Conocía a los partícipes del robo?”
-No puedo decir que sí.
Entonces Denning oyó otra sirena. Los clientes se amontonaban alrededor de su mesa.
El policía, irritado, dijo: “¡aléjense!”. Un hombre bajo y fornido, de apariencia tonta, que necesitaba una afeitada, atravesó la puerta seguido de otro policía. Se acercó empujando a la mesa de Denning. 
-¿Qué está pasando?
-¡Fui asaltado, este lugar fue asaltado! –dijo el encargado.
-¿Usted quién es?
-Richard Fouts, encargado de El novillo azul.
El hombre fornido sacó la placa. “Marsh Hutchinston, comisaría de Hillside”, dijo. 
Después miró a Denning. Marsh sacó su lapicera y libreta. 
-¿Usted quién es?
-Marvin Denning, cliente.
-Noqueó a uno de esos ladrones; lo tiró al piso.
-¿Es así?, –preguntó a Denning el hombre fornido.
-Sí, le di una patada en los huevos.
-¿Por qué?
-¿Acaso hay un lugar mejor?
-¿Cómo se veía?
-Se veía como un hombre usando una media como máscara.
-¿Altura?
-Entre 1 metro y medio y 2.
-¿Peso?
-Digamos, 65 kilos.
-¿Algo para distinguirlo?
-¿A qué se refiere?
-¿Cuál fue el rasgo más distintivo que notó?
-Tenía una Magnum 357.
El hombre fornido inhaló, exhaló. “Denning, hay algo de usted que no me gusta.” 
-Hutchinson, estamos igual. Hay algo de usted que no me gusta. 
-O.K. Quédese donde está.
Empezó a interrogar al encargado de El novillo azul
Diana miró a Denning. 
-¿Le molesta si me siento? Todo esto fue mucho para mí.
-Sentate, claro.
Denning sintió que todo el asiento cedía mientras Diana apoyaba sus grandes nalgas. 
-Es valiente, –dijo– es un hombre valiente. Yo vi lo que hizo.
-O.K. –dijo Denning.
-Sé que esto puede sorprenderlo y sé que puede sonar extraño y algo loco, pero… Me gustaría hacer algo lindo por usted. ¿Está sorprendido?¿Me dejaría recompensarlo?
-Seguro.
-Cuando termine todo esto vamos a mi departamento. Dejá el bife. Te voy a cocinar algo mejor. ¿Te parezco atrevida?
-No.
-Sabés, –Diana rió– cuando me puso la pistola en la cabeza, pensé, me voy a morir y nunca… nunca estuve con un hombre. ¿No es eso terrible?
-Supongo que a veces pasa.
-Yo sé que soy gorda… estoy avergonzada.
-Está bien.
-Te traigo otro vino.
-¿Por qué no?
A Diana le costó levantarse y caminó con esfuerzo hacia la cocina.



Más tarde, en la oscuridad del departamento de Diana, trabajó sin parar. Denning no había tenido una actividad tan agotadora desde que había trabajado en la construcción después del secundario y antes de la universidad. Diana estaba gruñiendo y gimiendo.

-¡Quedate quieta, por el amor de dios! –le imploró.
Denning siguió esforzándose, unos buenos cinco minutos más, sustituyendo fantasía tras fantasía en su mente. Finalmente rodó hacia el costado. Estaba sudado, inhalaba y exhalaba con dificultad. La herida de su cabeza se había abierto y podía sentir un hilo de sangre corriendo por la nuca. 
-Marvin, –dijo– te amo.
-Gracias, Diana.
Él se levantó y fue al baño. Mojó una toalla, se limpió, después con la parte seca de la toalla se ocupó de la sangre en su cabeza y cuello. 
Bueno, muchos hombres encontraron la muerte sin haber tenido una virgen. Él no sería uno. 
Tiró la toalla al piso, salió del baño, atravesó la habitación y fue a la cocina. Se sirvió un vaso de agua de la canilla y lo tomó de un sorbo.
Miró alrededor. Diana tenía un lindo departamento. Quizás sacaba mucha propina por compasión. 
Encontró una lata de cerveza en la heladera, la abrió, y se sentó en la barra de la cocina, tomando y fumando un cigarrillo que había encontrado en un atado sobre la mesa. Terminó la cerveza y el cigarrillo, volvió al dormitorio. Diana estaba en el baño. Él empezó a vestirse. La escuchó cantando en el baño. La puerta se abrió y ella salió vestida con ropa de cama. Lo vio vestirse y la felicidad se desvaneció de su rostro. 
-Ah, ¿te vas?
-Sí.
-¿Te voy a volver a ver?
-No.
-Por dios… –ella caminó lentamente hacia la cama. Se sentó en el borde de la cama, dándole la espalda. Sólo se sentó ahí, luciendo muy ancha. Las luces del cuarto estaban apagadas y sólo alumbraba la luz que salía de la puerta entreabierta del baño. 
Denning se sentó en una silla atándose los zapatos.
La imagen del puente ahora se posaba en el centro de su cerebro, lo llamaba, cómo lo llamaba, lo llamaba una vez más. El agua lo atraía como si fuera un imán. 
Denning terminó de atar sus zapatos, se levantó.
-Adiós, Diana.
Ella no contestó. Sólo se quedó sentada. Denning podía ver pequeños temblores recorriendo su cuerpo. Estaba sollozando suavemente, tratando de contener el llanto. Era casi obsceno. La cabeza de Diana estaba inclinada hacia adelante. Mientras Denning miraba tenía la sensación de estar observando la espalda de un ancho cuerpo sin cabeza.
-Escuchá, –le preguntó después de una larga pausa– ¿tenés algo para comer acá?
-¿Qué?
-Si tenés algo para comer acá.
Ella levantó su cabeza, giró.
-Oh. Oh, sí, Marvin, tengo una botella de vino y un par de bifes y unas verduras. 
-¿Querés cenar?, –preguntó Denning.
Diana se levantó de la cama como si no pesara nada. Era bastante extraño. Después fue a la cocina.
Denning se sacó el abrigo, volvió a sentarse en la silla, se sacó los zapatos, medias, sus pantalones y cuando ella volvió él estaba aún en remera y calzoncillos.
Diana pasó a través de la puerta llevando una botella de vino, dos copas, el abridor. Le costaba un poco llevar todo eso y se reía, no una risa fuerte, pero una continua pequeña loca alegre risa. 
La luz que salía de la puerta entreabierta del baño enmarcaba su cuerpo, su cara, las dos copas, la botella de vino, el abridor. 
Nunca antes en los 46 años de su vida Marvin Denning había visto una mujer más linda.


Charles BukowskiBetting on the Muse: Poems & Stories, 1996.


Traducción: Exequiel Accordino y Javier Fernández

martes, 22 de enero de 2013

HIKIKOMORI



HIKIKOMORI
Cuento de 
Omar García Ramírez

   El rostro estaba desfigurado. Le había roto los labios y le había cambiado sus ojos por los de una vaca. Le había quitado su bella cabellera y ahora lucía la cara pálida de una mozuela gótica, una perrita Drag queen. Los cortes hechos en Photoshop, dejaban claro que mi venganza era cruel. Había guardado la fotografía en la carpeta de las desfiguradas que ahora pasaba de cincuenta archivos. La meta era llegar a unas cien intervenciones. Una centena de criaturas del internet, desfiguradas y transformadas en monstruos virtuales. Sí, allí guardaba esa serie de putillas grotescas y mancilladas contra fondos negros. Una especie de  frigorífico virtual del cual pendían todas colgadas boca arriba.
   Desde que me he convertido en un hikikomori no dejo de desfigurar; es uno de mis pasatiempos favoritos. La verdad es que al principio, traté de comunicarme con algunas de aquellas beldades. Envié varios e-mails, pero las agencias de modelos a las que pertenecían no daban respuesta. Ingresé en algunos clubs de fans y traté de obtener sus correos electrónicos, pero las pocas veces que lograba hackear esos datos con miles de trucos me encontraba con respuestas amenazantes. Esos cerdos corporativos, guardianes de la belleza, solo quieren explotar a su criaturas pero nunca dejarían que un freack como yo, llegase siquiera a intercambiar un par de frases con algunas de ellas.
   Había dejado los comics. Los grandes del hentay, las series del anime y el manga. Para completar se había dañado la consola de juegos. Un día intenté salir para llevarla  a reparar donde técnico. Apenas traspasé el umbral de la verja principal del conjunto cerrado, el ruido de la avenida me hirió. Y  me sentí mal, entonces regresé.
   Ahora me estaba interesando por otras cosas estaba progresando en lo de las fotografías. Estaba regresando por mis fueros. Empecé a cazar y a deformar criaturas virtuales.
   Las comidas de bolsa metálica calentadas en microondas, los caldos de sobre, las rosquillas sintéticas y las chocolatinas eran mis comidas preferidas. Los papeles y empaques de estas golosinas estaban por todo mi cuarto. Mi madre, divorciada y ahora muy ocupada en su nueva empresa de cosméticos, había renunciado a verme hacer algo productivo. Era poco lo que podía hacer. Yo le había dicho que con 22 años no quería morir por karoshi
   ––¿Qué significa eso? –– preguntó mi madre.
   Le dije que era el término japonés para la muerte por exceso de trabajo.
   ––¡Pero si vivimos en Bogotá, Colombia! ¿Por qué te identificas con esos jóvenes amarillos y con ese montón de muñequitos, dragones y robots? ¿Cuándo vas a madurar hijo, cuándo te vas a desconectar…cuándo vas a sentar los malditos pies sobre la tierra?
   Recuerdo que no giré mi cabeza para responder a estos tres interrogantes; creo que sentí pánico aquella vez. Dejé que mi mirada y mi silencio se perdieran dentro de la pantalla.
   Después, con el tiempo, mi madre se fue alejando y se hicieron más distantes sus visitas a mi cuarto. Nos comunicábamos por medio de stiks que me dejaba pegadas en la nevera. Llamaba por el celular una vez al día. Luego cada tres días. Después una vez cada semana. Creo que tenía un nuevo amante.
   Mi habitación en pocos meses se había convertido en un basurero. Pantaloncillos sucios por allí; calcetines mugrientos por allá; restos de sobres y comidas que se iban acumulando dentro de las gavetas de la estantería y el escritorio. Dentro del closet, los buzos y las sudaderas se amontonaban en una bola de suciedad y mierda. Mi cabellera comenzó a crecer, negra, enmarañada y grasosa. Una barba rala e incipiente comenzó a desmadejarse desde mis pálidas mejillas. Cuando legaba la mañana, iba a mi baño privado, tomaba un poco de agua, corría las cortinas, regresaba a la cama revuelta; una porqueriza de cobijas, libros, comics y basura. Dormía  como un gusano en su crisálida más allá del medio día.
   Mi madre enviaba una señora del aseo que pasaba por la casa los sábados. Yo le dejaba un montón de ropa sucia y bolsas plásticas llenas de basura en la puerta de mi cuarto, pero nunca la dejaba entrar. A veces la señora me dejaba comida en una escudilla en el suelo como a los presos. Daba tres golpecitos en la puerta: “Joven salga a tomar el sol…” ––me decía––, “…salga a tomar el sol que ese encierro le puede hacer daño”. A mí, eso me daba risa.
   Jugaba en el día. Me había conectado a una línea de juegos en el internet.
   En la noche coleccionaba fotografía erótica. (No me gusta la fotografía a color, sino la clásica, la artística, en blanco y negro). Tenía tiempo y mi colección era de peso; así que le dedicaba horas. Quería aprender algo por si en algún momento de mi vida me decidía en serio por la carrera de fotógrafo. Bueno la verdad, era eso lo que pensaba unos años atrás.
   Recién terminada la secundaria, mis padres se habían divorciado. Por un año quedé al cuidado de una tía fotógrafa, artista, escritora fumadora de marihuana y practicante de las filosofías orientales quien me regaló una cámara fotográfica “Canon” réflex, me enseñó los conceptos básicos del arte y me  dijo que me buscara mi propia libertad y mi propio mundo. “Solo dos consejos cariño: Haz lo que se dé la reverenda gana, pero en cuestión de drogas o enervantes psicodélicos procura no meter sino marihuana”. Ella era publicista de una afamada agencia internacional y viajaba frecuentemente. Mi madre decía que mantenía de viaje en los aviones y a bordo de la María-Juana. Durante ese año disfruté de su bien surtida biblioteca y de su gabinete secreto en donde guardaba medio centenar de películas porno que pude disfrutar en su reproductor de D.V.D. Algunas de las joyas que atesoraba eran: (Romance) de Catherine Breillat; (Carla Bella Ragazza) de Tinto Brass; (Close Ups) de Andrew Blake; (El imperio de los sentidos) de Nagisa Oshima; (El Erotómano) de Dino Rossi; y una incunable: (Deep throat) de Gerard Damiano.
   De alguna manera esos films fueron mi iniciación sexual. Mi tía muy liberal en ese sentido, dejó que yo hiciera acopio de nuevos materiales y me decía: “¿Por qué no los ves con una amiga? ¿No tienes novia? Y yo le decía que sí, que ella había pasado algunas veces cuando ella no estaba en el apartamento, pero que no la presentaba porque era muy tímida y… No, no era verdad. Todavía no había llegado mi media naranja.
   Después de aquellos meses en donde me mantuvieron al margen del conflicto, regresé donde mi madre que vivía sola en una casa de un conjunto cerrado al norte de la ciudad, ella solo pasaba una vez cada tres días. Permanecía más tiempo en su pequeño apartamento del centro. A veces me tocaba llamarla para que pasara a recoger recibos y cuentas. Así que la situación era ideal: estaba con un computador de la última generación, 3.5 megabytes de RAM y 2,5 en ratio de trasferencia; full tarjeta gráfica y tres cajas llenas de periféricos, que mi padre me envió desde New york a donde se había ido a vivir. (Con él no hablaba). Me enviaba dos o tres veces al año una caja con regalos y gadgets y una escueta nota: “De tu querido padre”.
   Yo tenía todo el tiempo del mundo ya que le había dicho a mi madre que me tomaría unos meses para decidir una carrera, mientras tanto me matricularía en un curso de inglés por aquí y algo más por allá. A ella no le pareció buena la idea, pero no pudo hacer nada. En aquel entonces yo  tenía 18 años. Ya era un adulto. Y había entrado a un curso de fotografía en los programas de extensión de la facultad de comunicaciones de la universidad de los Andes. Sabía de los clásicos de la fotografía y buscaba no solo una buena fotografía, una buena modelo, buscaba algo más.
   Con el grupo hubo una fiesta para celebrar el tercer mes de estudio. La mayoría eran mayores que yo. Todos llevamos las cámaras. La fiesta era en una finca de “La Calera”. Vinieron las copas de licor y las bromas. Yo que hasta ese momento no había bebido ni fumado, esa noche lo hice por complacer a mis amigos del taller. Hicimos una fogata. Todos nos pusimos un poco locos. Me pasaron un cigarrillo grande como un tabaco. Desperté al otro día. La luz de las diez de la mañana golpeando fuerte. Un pasillo de madera fría. Estaba semi desnudo y sin la cámara.
   La pequeña finca estaba desierta. Recuperé como pude mi ropa. Salí a coger un trasporte a la carretera.
   Aparecieron unas fotografías en la red social. En una de ellas aparecía yo. Había sido un estúpido. No le dije nada a mi madre. No regresé al curso.
   Encontrar una modelo se fue haciendo poco a poco, algo difícil y complejo. Mi natural timidez era deformada en ocasiones por un desparpajo que casi siempre tendía hacia lo humorístico; sumaba además, cierto gusto por los temas sórdidos y grotescos. Esto espantaba las pocas candidatas, que con la actitud adecuada, habrían posado sin pensarlo.
   Regresé a mi casa y me encerré en mi cuarto.
   Mi colección comenzó a perfilarse. Buscaba modelos que en su cuerpo llevaran un claroscuro con grano medio. La pose era importante, tenía que ser una situación algo teatral; dramática diría mi tía. Ese gesto y esa actitud de romper la distancia entre el objetivo y la pantalla. De alguna manera buscaba mujeres con un brillo de enajenación en los ojos. Abiertos o ligeramente entornados como soñando en un viaje de opio; la boca musitando algo, murmurando por lo bajo una lamento de cortesana de burdel. Esas que se ven en las películas porno-bizarras de las páginas más sucias.
   Entonces llegó para alegrar mi vida Tatiana Paradise.
   Fue una noche en que después de jugar MECHA-WARRIORS on line durante cinco horas seguidas, terminé cansado e hice una pausa para tomar una malteada de caja con unas waffer. Apagué el computador para que se refrescara. Después de quince minutos en donde estuve tirado en la cama dejando volar mi imaginación mientras miraba la colección de dragones y guerreros de caucho que estaba en la estantería superior; me dispuse a esa cacería que comenzaba después de las diez de la noche. Buscaba la modelo ideal. Esa princesa que en ese momento estaría caminando distraída por alguna avenida de la red. Esa pantera lujuriosa encerrada en algún obscuro cuarto, en algún chat de bombillo rojizo visitado al otro lado de la pantalla por legiones de hombres solitarios y babeantes.
   Y apareció en un álbum blanco y negro. Un blog de erotismo fotográfico.
   Tenía el ojo entrenado. Había visto más de un millón de fotografías en la red. Había visto más de 300 videos en la línea del movie-fashion. Guardaba más de mil archivos y 12 carpetas rigurosamente seleccionadas y almacenados en C.ds y en el disco duro, lo que me daba suficiente autoridad para saber que era una buena fotografía y quien era una buena modelo.
   No voy a negarlo. Había tenido otras iluminaciones, otros enamoramientos. Con Ana Dello Russo, la  modelo de Helmut Newton había tenido una relación tormentosa la seguí y coleccioné durante tres meses ––eso me pareció una eternidad––. Soporté muchas de sus bromas. La vez que me apuntó con su pistola desde el sofá y disparó por encima de mi hombro fue de miedo. Bueno, soporté muchos de sus juegos con una frialdad que aterraría al fan más equilibrado. La dejé, después de ver sobre la mesa una raya blanca. Hice una ampliación al 1000 % y  vi los restos de lo que parecían ser unos gramos de cocaína, al lado del teléfono negro y sobre el espejo. La muy zorra había estado de perico y periqueta con el cerdo de Helmut Newton y a lo mejor con la putana de su esposa, esa jorobada de gafas de carey que lo seguía como una sombra a todas partes. Una desgracia.
    Soy un muchacho sano. Desde aquella experiencia con el curso de fotografía. Nada de alcohol, nada de drogas, (naturales ni sintéticas). Mis únicas drogas eran las “aspirinetas” y los “Advil” en época de resfriados en invierno. Aun así, las aborrecía.
   Luego tuve una relación breve, pero muy fuerte con una modelo rusa llamada Anienka. Llegó a Europa causando sensación y después de triunfar en las pasarelas de París y de Milán salto a “Amerika”. En donde se consagró, taconeando en las ligas mayores. En menos de dos meses estaba rodando por la red.
     Después de un tiempo en donde varios medios amarillistas la relacionaron con todo tipo de faranduleros: desde jugadores de baloncesto hasta raperos gangsta. Fue cliente asidua de muchas discotecas. Metió mucha droga. Rápidamente se puso fea y gorda como una matrioska.       
   Pasó de modelar lencería para “Victoria Secret” a modelar tallas XL apara una firma canadiense que vendía ropa interior para grandes superficies. Terminó haciendo comerciales de mantequilla en la T.V. gringa. Lo mío son las flacas, las cuasi-anoréxicas, las mujeres que dejan al descubierto toda esa geografía ósea, esa estructura de músculos magros y cartílagos flexibles. Es tal vez, una fijación malsana. Pero, esos culos gordos de ballenas varadas sobre la alfombra; esas masas de carne grasa que tiemblan bajo los reflectores; ese ganado de granja energizado a punta de cocaína bajo las luces y los flashes en discotecas donde se exhiben mujeres de traseros tatuados para deleite de pandillas reguetoneras, debo admitirlo, no me inspira.
   Dicen que Anienka fue una de las modelos que las mafias rusas controlaron en occidente y que había estado una temporada en uno de los prostíbulos de la nueva nomenclatura. Casas de modelos que controlaban centenares de chicas que enganchaban desde Rusia, Polonia y la antigua Yugoslavia. Adolescentes que eran traídas como ganado de primera para consumo de los dueños de los consorcios, las multinacionales y la burocracia internacional.  Perversa, infantil, dentro de la línea de esos animales de pasarella como la Emili Sehenko quien trabajo para la Ford y que fue portada de Vogue. Como Elsa Hosk Mujeres de más de uno ochenta sin zapatos; fieras de alfombra roja y reflectores, con pieles de caucho terso y nácar opalescente. Anoréxicas vitales y risueñas; androides femeninas alimentadas con malteadas y zanahorias, mantenidas con la energía de una batería de un reproductor de Ipod. Bestezuelas cocainómanas que se mueven dentro del mundillo de la moda y la haute couture para alimentar los sueños de una jauría de estetas alcoholizados quienes aplauden desde los costados de los pasillos. Damitas salidas de suburbios periféricos e industriales, de las granjas polacas, de las favelas de Rio de Janeiro; “rescatadas” de los tachos de basura de las calles de Buenos Aires, domesticadas por la industria de la cosmética, para ser convertidas en fashion victims y luego, decoradas con pieles y pedrería. Sus cicatrices habían sido restauradas y ahora aficionadas a las drogas, las fiestas y el dinero, serían las portadas de Vogue, Vanity Fair, Marie Claire, o de Bazaar durante un par de meses, para después ––en su gran mayoría–– ser deglutidas por la factoría de la carne. Terminaban convertidas en gatitas mansas al capricho de un mafioso de las altas esferas o ejerciendo de bailarinas de algún club de streep-tease. Otras marcadas como C.D.T. (carne de traquetos) había dicho mi otro amigo Ikikomori en un e-mail que me había enviado, en donde comentaba entre otras cosas, el caso de una bella modelo colombiana, que había sido asesinada en plena función, ametrallada en un desfile privado en Barranquilla.
  
   Anienka también tuvo un trágico final. Alguien la tiró desde un balcón de su piso en New York. Ahora puedo evocar su cabellera negra de ángel nocturno. (La veo caer en cámara lenta desde el catorceavo piso de su apartamento. Su bello rostro eslavo desfigurado contra el pavimento que refleja las luces de la calle invernal). Fue un luto que duro semanas.
   Me había dejado; entonces desfiguré sus fotografías y las archivé en el folder obscuro de las quimeras.
   Luego, llegó por una corta temporada a conquistar mi corazón y mi tiempo (este amor en la red se mide por el tiempo perdido, ese que nunca se recupera, que te mata y luego se olvida): Dakota Girl.
   Era Dakota una muñeca de carne rosa. 14 años, piel de porcelana, piernas largas y delgadas; ojos delineados en quirófano a la manera anastasiya shpagina ––cirugía que elimina un pedazo de los parpados para abrir de esta manera la mirada  como en los comics japoneses del Entay––. Una Ada de cabellera metálica y trenzas doradas vestida con minifalda de lolita. Bueno me di cuenta que muchos padres  influenciados por las culturas de los mass media japoneses.  Estaban sometiendo a sus hijas desde muy niñas a operaciones estéticas para acercarlas a ese tipo de belleza que adoran los nipones. Un fetichismo por el látex y la belleza inocente. Algo para después explotar en la web. (Muñecas, álbumes de fotografía y suscripciones a chats privados).
   Poco a poco me fue desencantando. Mis hormonas pedían mujeres de carne atormentada y lacerada; mujeres en cuyas pieles el sol, el agua de mar y la lluvia se hubiesen posado; mujeres con ojos de fuego y sexo, no ojos diseñados para muñecas de jardín. Ya no quería niñas bajo una sombrilla rosada con sus chochitos entalcados; quería hembras en donde se viese la huella del sol y la arena, la sal y el viento; mujeres de nalgas tonificadas sobre las cuales se pudiese practicar sin miramientos una dura faena de spamking como en esas películas que había visto donde mi tía.
   Así que Dakota, una noche cualquiera, fue sometida a una ceremonia de intervención fotográfica y la desfiguré. La arrojé al cuarto de las mutiladas. Allí quedó en la carpeta Número 24 como una triste y fría muñeca de mirada azul.   

   Pero… Tatiana Paradise era otra cosa.
   No me importaba si su boca de labios negros había lamido las comisuras de la boca de un ser vicioso y grotesco, algo así como un frankenstein cómico, un guiñol de opereta. Ese tipo que la exhibió por el medio oeste americano y la puso a rotar en la web para expoliarla ––Sexplotaition al piso––. Y luego, la dejaría tirada en alguna callejuela de la autopista virtual.
   Solo conservo un viejo y secreto archivo. Una ajada fotografía en blanco y negro, (archivo J.P.G.) en donde se le ve con un cuchillo en la mano. Al fondo un paisaje suburbano, seguramente en las afueras de Texas, a donde dicen algunos de los nerds de los foros secretos de intercambio de archivos, fue a dar con uno de sus machos. Uno más de la serie de chulos que laceraron su cuerpo hasta dejarla con el rostro en blanco. Un frame defectuoso, una foto de media resolución degradado por el ruido de la red y que no pude restaurar con las herramientas más sofisticadas de los programas de imagen.
   Ella reinó por un tiempo (pocos meses, que en internet son una era) en la red oscura de los solitarios cazadores de mujeres de bites y doncellas de energía. Un tiempo en el que su mirada tenía un número áureo que resplandecía sobre las pantallas. Número para jugar en la lotería del amor fou como diría mi tía, (tan afrancesada ella, tan  italianizante y loca) para hacerlo rodar en la ruleta multicolor de algún casino de juegos on-line; que mantenía una tensión lejana; frío helado de mirada rusa sobre la estepa de los voyeurs nocturnos. Que exhibió su longilínea figura sobre surcos de nieve donde florecen ojos eléctricos de locura.
   Su primer amante, fotógrafo de la América profunda; reportero-cowboy y director de revistas porno de tercera línea (Ascendencia irlandesa y cámara rápida). El tipo tenía la cara desfigurada por una caída y la patada de un toro en un rodeo.  La había descubierto cuando Tatiana trabajaba de cajera en un supermercado en Elizabeth New York. Él tuvo la revelación; aunque no se crea ––se requiere talento para ver la belleza, para escuchar ese canto––. Eso lo dijo una vez Mapplethorpe. Seguro ese fotógrafo descubrió esa belleza de mezcla raizal en el vértigo de la gran ciudad. Algo de italiana, algo de cheyene, algo de cosaca, en sus facciones se adivinaba. El fotógrafo tubo la bendita suerte de hacerla inmortal con una docena de fotografías en alta resolución, que de inmediato comenzaron a rotar en los foros de los adolescentes solitarios de medio mundo. Yo era uno de ellos cuando tuve el encuentro. Recuerdo el día y la hora. Un viernes a las 8 y treinta de la noche.
   ¿Cuántas veces fue vista su imagen?
   Según las estadísticas de Google, unas 1.365.000 veces. ––No es mucho la verdad––, pero una vez que tenías esa colección de doce fotografías en alta resolución ya no podías dejar de soñar con ella. 300 d.p.i. Un tesoro aquella época. Solo los afortunados de la banda ancha y computadores de gran capacidad se podían acercar al brillo de la pupila del ojo, apreciar sus dientes y la sedosa tersura de su cabello. Solo doce fotografías hacen falta para que una mujer en la red, tenga miles de admiradores y admiradoras. Para forjar una leyenda.
   Tatiana Paradise era alta en una medida que se podría decir atlética; delgada, muy delgada, sin llegar a la anorexia que deforma la elegancia de los cuerpos estilizados. El fotógrafo americano la presentó en rodeos, en peleas de Westler y barras de mala muerte. La golpeaba, la hacía consumir drogas y le daba mala vida. Tatiana Paradise escapó. Dicen que había llegado a Europa para  trabajar por un tiempo en una agencia de turismo en Bélgica y luego de modelo; pero se aficionó a la heroína. Eso significó una caída.
   Fue rescatada de la jeringa y el “caballo” por un joven intelectual francés de nombre Jaques Perrualt quien la había orientado hacia el mundo del porno en donde tuvo una fugaz sintonía, dejando como obra, tres cortos de sexo brutal. Perrualt, ––el afortunado apoderado–– buscaba renovar el mundo del cine erótico con historias densas y existenciales en donde el sexo era tratado con “dureza poética y madurez conceptual”. ––Eso decían los blogs y las revistas de especialistas–– El sexo como una filosofía del cuerpo a la intemperie bajo un mundo vigilado y controlado. Un comentarista muy prestigioso del mercado de la carne trémula, comentó en una revista de gran circulación, que la insipiente estrella después de su debut en los Ángeles ––meca del porno americano––, se había alejado por temor al sida y las enfermedades. Allí la cosa es al natural, la carne presiona y golpea a fondo la carne; porque dicen que la carne con sangre entra. (Ese debate de látex, vaginas y glandes, entre productores y autoridades, continúa nervioso y latente).
   Estando a salto entre América y Europa, su nuevo manager buscó oficio y apertura de fronteras. Pero su debut en el cine escandinavo tampoco había corrido con mejor suerte. Tatiana Paradise no había resistido ser sodomizada por tres estibadores que la habían tomado en medio de una de aquellas producciones de bajo presupuesto, en las afueras de un muelle. Era época del otoño en las afueras de Estocolmo.
   Coleccionistas de imágenes con el síndrome icónico de Diógenes; escoptofílicos anónimos, que deambulamos hasta altas horas de la madrigada buscando esos retratos extraños, esas colecciones exclusivas de la revistas de intercambio p2p (peer to peer) de tercera generación, conocíamos de su existencia. Sabíamos de las cualidades narcóticas de su mirada, de la capacidad enajenadora de su luz. Como un yūrei enamorado; fantasma japonés envuelto en la penumbra de mi cuarto; alimentado con chitos, masmelos, caramelos, choco-ramos y yogurt;  asistí a la elaboración de un mito que corrió sobre los cables de silicio de las redes; que hizo su aparición en los foros de los solitarios y en una que otra paginita web gótico-bizarra. Iconofílicos, iconópatas, fotoneuróticos, fuimos los partenaires de su alumbramiento.

   Cuando ella rompió con Perrault, el director, este entró en una depresión que lo condujo a su auto-aniquilación. Yo, al igual que miles de enamorados de Tatiana Paradise, le deseamos a él lo peor. (Era talentoso, guapo y un magnifico fotógrafo de cine). Pero lo odiábamos ya que él había tenido acceso a ese secreto, a esa piel de almendras maceradas en vino rojo, a esos labios de pétalos mordidos en la sangre. Después Perrault dejó de tener importancia. Desapareció poco a poco, se fue desdibujando, ya no quema mucha pantalla. Al parecer, en la actualidad sale con Barbarella Dreak una putilla con una belleza ordinaria devenida en actriz del mainstream, sin más talento que la glotonería de esa geométrica arpillería ubicada en la entrepierna. En sus películas nunca deja de mostrar ese vértice en donde los fotógrafos avezados encuadran su Medical shots, su Money shot, Argent cadre de los franceses deglutiendo penes de todos los calibres con pasmosa facilidad. En pocas palabras, una zorra un poco sobrevaluada.
   Tatiana Paradise siguió su andadura. Estuvo un tiempo por Francia. Se le vio veraneando en la campiña. Tomó clases de fotografía, de guion y cine, dicen que fue asistente de Catherine Breillat (la directora tan admirada por mi tía). Fue en ese momento donde posiblemente pudo haber tomado conciencia de la posibilidad de una pornografía feminista, ––ya que le habían dado la oportunidad de actuar–– pero ella prefirió estar detrás de cámaras. Después coqueteó con ser la autora de su propia obra, e inmortalizar su extraña belleza pero asumiendo el rol completo; realizando completa la faena. (Era ella la modelo y era la fotógrafa frente a la cámara). Me la imagino en una época plena de sueños y libertad, y ella consciente de su magnífica belleza.
    Las únicas series de fotos en blanco y negro (8 fotos cada una) de aquella época, podrían sugerir las influencias técnicas de Newton o Mapplethorpe. En aquella serie francesa ––rareza para los coleccionistas virtuales–– parece ser una mujer poderosa de mirada felina, en las afueras de una casa victoriana. Algo que la emparenta con los temas y el decorado teatral de la obra de Ellen Von Unwerth. Tatiana se encuentra de pronto retomando la estética decadente de las doncellas y mucamas de las mansiones victorianas. Sexualidad encadenada, presta a la orden del fuste; joyas-reliquias-camafeos para sacar al jardín a la hora del té. Su piel de fantasma sobre-expuesto, su cara apenas velada, inmortalizada en la monocromía dura que muestra su boca en un gesto delicioso de felatora encerrada en la mansión del poder.
      Sin nicho virtual. Sin web, sin blog, sin trinos de pájara obscura en su jaula. Era difícil seguirle la pista. Su hábitat se había desplazado hacia la red profunda. Luego las fotos se hacen más escasas y obscuras, casi adornadas por un halo de putrefacción; algo circense,  como de fiesta de barraca con seres grotescos; freaks de feria en ceremonias zoo-fílicas; algo cercano a los caprichos necrófagos de las obras de Joel Peter Witking; composiciones que rozaban la vesania lírica de un Alessandro Babari (una muñeca desarticulada sobre una mesa de mármol, al fondo una bestia maravillosa; un jabalí con la boca abierta mostrando sus colmillos)… En un foro de fotografía erótica alguien habló de su reciente afición a las auto-mutilaciones, las heridas, los golpes. Mujeres de caras hinchadas bajo el control de un verdugo macho con el rostro cubierto por una máscara de hule. La exhibición de cuchillos y de artilugios de tortura. Eso era especial, eso tenía su interés. Para mí fue una revelación. Abrió, de alguna forma, una ventana de una casa perdida en el fondo del bosque. Una casa cercana a la colina.
   Poco después, en una página encontré algo que luego no pude contrastar. Algún comentario que se perdía en la leyenda de red obscura. La relacionaban con un crimen pasional. Había apuñalado a su amiga, una modelo alemana. Al parecer había huido a Sudamérica. “Bambi Magazine” le dedicó unas líneas y unas fotografías casi como quien hace homenaje a una fallecida. ¿Who killed bamby?
   Después, desapareció sin dejar ningún rastro. Algunos intentaron forzar  páginas fantasmas, algunos links que tenían su nombre por cebo; les devolvieron virus y gusanos. Eso es lo que carcome un cadáver virtual. Eso, el vacío y la nada.
   Entonces, no sé por qué le pedí a mi padre mediante un e-mail un juego de cuchillos de cacería.
   A los ocho días los tenía en mi casa. Una caja de ciprés. Bellos diseños, filos de acero relucientes e impecables. Dibujé unos círculos a la manera de un blanco con un pedazo de tiza en la pared del closet, y entrenaba lanzamiento de cuchillos. Me hice algunos cortes en las manos y en los brazos. No sé cómo, ni en qué momento. Cuando me miraba en las mañanas, aparecían nuevas marcas y cicatrices.
  
   Ahora tengo 26 años. Escribo para dejar un testimonio de mis recuerdos que tienden a desaparecer como una pantalla chisporroteante con interferencias eléctricas. Estoy haciendo mi carrera acelerada para convertirme en un parasaito shinguru  escalón superior de un hikikomori.  Parásito soltero, sin novia, sin trabajo, sin estudio. Solo sueños densos inmersos en la pantalla líquida. Mi único hijo sería un engendro amorfo como el de “Eraser-Head” de David Linch. ¡¿Mami quieres ver a tu nieto?!
   He comenzado a desfigurar todas las mujeres de mi colección. Hay un encanto en esas agresiones.
   Una tarde en el frenesí de una masacre, perdí algunos de mis archivos. Me puse furioso.
   Tenía algunos backcups en c.ds y en  u.s.bs sin embargo, había perdido las carpetas más importantes de las desfiguradas. (Allí había verdaderas obras de arte). Después de cacharrear y desplegar las instrucciones del manual técnico de mí maquina durante dos días, logré organizarlo. Recuperé algunas cosas importantes mediante un software pirata.
   Sin embargo, al otro día, cambie de opinión y comencé a borrar archivos. Estaba dispuesto a borrarlo todo. Lo dejaría todo en blanco como a un robot amnésico. ¿Quería comenzar desde cero? ¿O simplemente, estaba intentando borrar las huellas de mis crímenes?
   Fui a la cocina y preparé un poco de malteada de avena. Las galletas y los enlatados  se habían acabado. Mi madre hacía más de tres meses que no llamaba ni venía. La señora del aseo tampoco. Cada quince días me enviaban un domicilio del supermercado con la comida y los artículos básicos para la supervivencia. Yo abría la puerta, el mensajero dejaba la caja con los víveres en el umbral. Yo halaba la caja y cerraba. No quería trato social de ninguna índole.
   Aquella tarde me quedé frente al ordenador en blanco. Dejaba pasar el tiempo.
   Abrí la gaveta de mi escritorio. Vi los cuchillos de mi colección de caza, estupenda tecnología de corte suiza.
   Afuera escuché unos gritos. Miré por la ventana. Había un pequeño carro de mudanzas.
   En el frente se pasaban a la casa desocupada. Los obreros de la mudanza gritaban y se reían. Era una tarde lluviosa. (El invierno campeaba desde hacía tres meses y no daba tregua). Luego, llegó un carrito VolksWagen rojo,  nuevo, reluciente.
   Vi bajarse una muchacha.
   Tomé los prismáticos que tenía sobre mi biblioteca, enfoqué y miré.
   Era ella, lo puedo jurar. Tatiana Paradise. Pálida, delgada, espigada; su piel graduada en escala de grises azotada por el viento. Lucía un abrigo negro y botas de cuero altas; bajaba algunas cosas. Habló con el chofer del carro de mudanzas. Su pelo alborotado brillaba ––cobre ligero y nervioso bajo un paraguas sepia––. Luego, miró hacia mi ventana. Y pude ver sus ojos de cristal violeta.
   Sí, era ella, sonreía y miraba hacia mi ventana.




DEL LIBRO INÉDITO:
"CEREMONIAS DEL ARTE"