martes, 3 de febrero de 2015

Johnny Cash - Hurt




I hurt myself today 
To see if I still feel 
I focus on the pain 
The only thing that's real 
The needle tears a hold 
The old familiar sting 
Try to kill it all away 
But I remember everything 

Chorus: 
What have I become 
My sweetest friend 
Everyone I know goes away 
In the end 

And you could have it all 
My empire of dirt 

I will let you down 
I will make you hurt 

I wear this crown of thorns 
Upon my liar's chair 
Full of broken thoughts 
I cannot repair 
Beneath the stains of time 
The feelings disappear 
You are someone else 
I am still right here 

Chorus: 
What have I become 
My sweetest friend 
Everyone I know goes away 
In the end 

And you could have it all 
My empire of dirt 

I will let you down 
I will make you hurt 
If I could start again 

A million miles away 
I would keep myself 
I would find a way

lunes, 2 de febrero de 2015

Las cenizas de una época







Las cenizas de una época

Las cenizas de una época
Metal-riff para una sirena varada. 
Ómar García Ramírez. 2014. 
Biblioteca de Autores Quindianos. 182 págs.


Una llamarada acústica asciende por las sinuosas geografías de esta novela para incendiar nuestra lectura con una poética de la noche; estridencia de bajos y platos eléctricos, gritos nómadas y de liturgias metaleras que exorcizan la muerte.

Melodía demoniaca casi invencible que no obstante viene acompañada de unos coros ahogados, jadeantes que susurran sobre el escenario cánticos de desolación y fracaso.

Arpegios y distorsiones para una sociedad decadente que sobrevive entre escombros de publicidad y consumo. Confrontación de propósito estilístico y artístico: escribir una historia y una poética de esa historia bajo otros cánones, utilizando otros artilugios, mezclando y subvirtiendo las fronteras que separan a un género de otros, suerte de laberinto expuesto a nuevos lenguajes e incertidumbres, con un rostro enrarecido y marginal. Explosión de cuerdas y decibles como telón de fondo para un rebaño ensangrentado y acorralado, para un país mancillado por la violencia.

Un resplandor melódico que decanta en su fulgor la historia de Salomé, sirena metálica que acuna en su garganta la furia del infierno y de los ángeles caídos, demonios eléctricos y delirantes que hablan el mismo lenguaje de los malditos. Salomé con una voz mordida por el fuego de las palabras despedaza los escenarios con su grupo Quimeras, guerreándole a la violencia que tiene jodidos a los jóvenes con sus naufragios de sangre y carnavales de muerte. Este escenario narcotizado por la voz de un ectoplasma polifónico y ruidoso, que enloquecía con sus mejores vibratos, pronto es cercado, silenciado y su cántico inigualable es expuesto a las demandas del mercado que reclaman la conquista comercial.

Quimeras se niega a borrar sus raíces impetuosas fusionándose con ritmos lights que transfiguren su rostro, razón por la cual es borrado de la escena nacional, la bestia es acallada y en la periferia sus rugidos son ecos moribundos que ya nadie escucha. Desde esa orilla, entre esos escombros de gloria logra salvarse Salomé, que en un estado de abandono encalla en el puerto de Gregorio Toscano, poeta periférico, letrista de la banda, escritor fantasma de sus canciones y junto a él concibe un plan para recobrar su fortuna, arriesgando la poca sangre en sus venas para torcer el rumbo de la rueda. Dos criaturas extrañas acostumbradas a un estado de soledad compartida que lanzan los dados sobre un tablero oscuro, muy parecido al abismo.

Ómar García Ramírez, poeta y novelista quindiano, edifica en su reciente novela un universo de los evadidos, los habitantes de las márgenes, los desertores de una cultura del fusil y de las esferas industriales, que se desplazan por la periferia llevando el ritmo de la inconformidad en las botas, una danza guerrera que resuena en las entrañas de la ciudad cada vez que el aquelarre sinfónico entra en escena. Universo dinámico y convulso que se enfrenta con todas sus garras y aullidos a una guerra que se sortea en cada esquina para maldecir sus alcances. Pero el escritor no solo encarna el mundo de los nómadas, a su vez construye el escenario del fracaso en sus personajes para quienes la suerte es siempre esquiva, lejana, a pesar de las tentativas por aferrarse a sus comarcas. La fortuna con todos sus engranajes no ha virado de manera concluyente para estos desdichados que se encuentran en lo fondo de una sociedad execrable.

Metal-riff para una sirena varada está escrita en clave de nostalgia y en sus acordes se registra una añoranza desgarradora, progresión de armonías que exaltan el pasado de una Salomé que se consume entre sombras, entre tierras miserables donde su voz y su furia escénica son las cenizas de una hoguera remota. Memorias de una victoria parcial, un sablazo al delirio de la inmortalidad, oda al ímpetu y a la suerte de una valkiria abandonada. Recuento de una historia de los gitanos del metal, genealogía de bandas que respiran una misma onda humeante, un caldo de cultivo para Quimeras —que bajo sus trombas reunía en una ola a los demonios náufragos dispersos por la marea—, una cronología de la estética y poética musical del metal melódico; instrumento cultural que es asimilado por el sistema, un universo de sueños quemados bajo reflectores, un veneno excitante.
Pero además este riff, esta composición narrativa viene acompañada de un telón musical de fondo para cada capítulo, fragmentos de canciones, ración musical que dará los acordes necesarios para ajustar el escenario y el entorno en que transcurre la historia, cada preámbulo brindará un ritmo y un registro solemne para los pasajes posteriores, cadencia que constituirá las coordenadas de expedición, la brújula que oriente el camino, que demarque las fronteras.

Elementos como la inestabilidad y el vértigo hacen parte de la apuesta narrativa de Ómar García, ingredientes que dotan de un aire de movilidad, de rapidez a la novela que se vuelca sobre sí misma, sobre su sombra observada para conocerse mejor, para obtener de su interior las razones más disímiles y certeras acerca del mundo reflejado, universo que traza una única vía de tránsito: la del infortunio. Destino que no comparte la propuesta estética de García Ramírez que se levanta como un sólido baluarte, un prototipo de lenguaje poético y audaz andamiaje experimental, construcción hibrida que reúne irreverentes zarpazos callejeros, afiladas estrofas y versos fecundos en sus páginas.




Por Aurora Osorio

martes, 27 de enero de 2015

UNA ENTREVISTA CON HENRI MICHAUX









JOHN ASHBERY
TRADUCCIÓN RICARDO GARCÍA PÉREZ / FOTOGRAFÍA GISÈLE FREUND / TEXTO © 1961 ARTNEWS, LLC, MARCH

















El pasado otoño el CBA albergó la exposición Icebergs, panorámica de la obra del poeta y pintor francés Henri Michaux (1899-1984) que permitió al público madrileño contemplar algunos de sus cuadros, grabados y dibujos, pero también libros, cartas y manuscritos que manifiestan la estrecha vinculación entre su obra pictórica y poética. Belga de nacimiento, parisino de adopción y viajero incansable, sintió la fascinación del surrealismo y, en especial, de Lautremont, De Chirico, Klee y Ernst, a quienes consideró sus maestros. Minerva recupera una entrevista que concedió en 1961 a John Ashbery, poeta norteamericano y crítico de arte que, a lo largo de su trayectoria, ha recibido buena parte de los más importantes premios literarios de Estados Unidos, entre otros, el Pulitzer, el National Book Award y el National Book Critics Circle Award.













Henri Michaux no es exactamente un pintor, ni siquiera un escritor, sino una conciencia: la sustancia más sensible descubierta hasta la fecha para registrar las fluctuaciones de la angustia de la existencia día a día, minuto a minuto.


Michaux vive en París, en la calle Séguier, en el corazón de un pequeño distrito de palacetes desvencijados, aunque aún aristocráticos, que parece misteriosamente silencioso y apagado pese a la proximidad de St. Germain-des-Prés y el Barrio Latino. En las escaleras del hôtel particulier del siglo xvii en el que vive se ha instalado un andamiaje de madera para evitar que la escalera se venga abajo. El apartamento de Michaux parece haber sido desgajado a partir de otro mayor. A pesar de la originalidad de la arquitectura y de la presencia de algún mueble antiguo muy hermoso, el efecto resultante es neutro. Las paredes no tienen color e incluso el jardín exterior tiene un aspecto fantasmagórico. Apenas hay cuadros: tan sólo una obra de Zao Wou-ki y un cuadro chino que representa, más o menos, un caballo y que parecen estar allí por casualidad: «No extraiga ninguna conclusión de ellos». El único objeto digno de mención es una enorme y flamante radio nueva: al igual que muchos poetas y muchos pintores, Michaux prefiere la música.


Detesta las entrevistas y parecía incapaz de recordar por qué había accedido a conceder esta. «Pero ya que está aquí, puede empezar». Se sentó de espaldas a la luz, de modo que resultaba difícil verlo; se protegía el rostro con la mano y me observaba receloso por el rabillo del ojo. Nada de fotografías, e incluso se niega a que se realice un dibujo de él para publicarlo junto a la entrevista. A su juicio, los rostros ejercen una fascinación atroz. Michaux escribió: «Un hombre y su rostro es un poco como si estuvieran devorándose mutuamente sin cesar». En una ocasión, cuando un editor le solicitó una fotografía para publicarla en un catálogo junto a las de los demás autores, le contestó lo siguiente: «Escribo con el fin de dar a conocer una persona que, viéndome, nadie habría podido sospechar jamás que existiera». Esta frase se publicó en el espacio destinado a su retrato.


Sin embargo, el rostro de Michaux es dulce y agradable. Es belga, nacido en Namur en 1899, y aunque exhiba la tez pálida de las gentes del norte, y algo de su flema, su semblante también puede iluminarse con una amplia sonrisa flamenca; y tiene una inesperada y encantadora risilla.


¿Ha suplantado para Michaux la pintura a la escritura como medio de expresión?


En absoluto. En los últimos años he realizado tres o cuatro exposiciones y he publicado tres o cuatro libros. Desde que hice mía la pintura hago más de todo, pero no al mismo tiempo. Escribo o pinto en períodos alternos. Empecé a pintar a mediados de la década de 1930, en parte como consecuencia de una exposición de Klee a la que asistí, y en parte a causa del viaje que hice a Oriente. En una ocasión, estando en Osaka, le pedí a una prostituta que me orientara y, para indicarme, me hizo un dibujo adorable. En Oriente todo el mundo dibuja.


El viaje supuso una experiencia capital en la vida de Michaux: de él nació Un bárbaro en Asia, además del descubrimiento de todo un nuevo ritmo de vida y creación.


Siempre pensé que habría otra forma de expresión para mí, pero jamás supuse que sería la pintura. Pero bueno, siempre me equivoco cuando se trata de mí. De joven estaba seguro de que quería ser marinero, y lo intenté durante una temporada; pero, sencillamente, no tenía el vigor físico necesario. Tampoco pensé nunca en escribir. C’est excellent, il faut se tromper un peu.



Por lo demás, me irritaba la parafernalia de la pintura. Los artistas actúan como prima donnas; se toman a sí mismos demasiado en serio, y tienen toda esa parafernalia: los lienzos, los caballetes, los tubos de pintura. Si pudiera elegir, preferiría ser compositor. Pero hace falta estudiar. Si hubiera algún modo de colocarse directamente ante un teclado… La música incuba mi insatisfacción. Mis dibujos a tinta grandes ya no son más que ritmo. La poesía no me satisface tanto como la pintura, pero es posible que existan otras formas.


¿Cuáles son los artistas que más importan para Michaux?


Me encanta la obra de Ernst y de Klee, pero por sí solos no habrían bastado para que yo empezara a pintar en serio. No admiro tanto a los estadounidenses, como Pollock y Tobey, pero lo cierto es que crearon un clima en el que podía expresarme. Son instigadores. Me concedieron la grande permission; sí, sí, eso es, la grande permission. Del mismo modo que no apreciamos tanto a los surrealistas por lo que escribieron como por autorizar a que todo el mundo escribiera lo que se le pasara por la cabeza. Y, por supuesto, los pintores clásicos chinos me enseñaron lo que se podía hacer con sólo unos pocos trazos, con sólo unos pocos signos. Pero no creo mucho en las influencias. Uno disfruta escuchando las voces de la gente en la calle, pero no resuelven tus problemas. Cuando algo es bueno te distrae de tu problema.


¿Sintió Michaux que su poesía y su pintura eran dos formas diferentes de expresión de una única cosa?


Ambas tratan de expresar una música. Pero la poesía también trata de expresar una verdad no lógica; una verdad diferente de la que se lee en los libros. La pintura es distinta; no tiene nada que ver con la verdad. En los cuadros creo ritmos, como si bailara. Eso no es una vérité.


Le pregunté a Michaux si sentía que su experiencia con la mescalina había tenido alguna consecuencia sobre su arte más allá de los dibujos que realizó bajo sus efectos, a los que denomina «dibujos mescalínicos» y que, con su hipersensible concentración de líneas insustanciales, como filamentos, en determinadas zonas ofrecen un aspecto muy distinto del que presenta la obra enérgica y abrupta que realiza en condiciones normales. «La mescalina incrementa tu atención por todo; por los detalles, por sucesiones tremendamente rápidas.»


Al describir una de estas experiencias en su reciente libro Paix dans les brisements, escribió:


Mi desazón era grande. La devastación era mayor. La velocidad era aún mayor… Una mano doscientas veces más ágil que la mano humana no habría bastado para seguir el acelerado curso de aquel inextinguible espectáculo. Y no se podía hacer nada más que seguirlo. Uno no puede concebir un pensamiento, un término, una figura, para elaborarlos, para que le sirvan de inspiración o de punto de partida para improvisar. Toda la energía se agota en ellos. Ese es el precio de su velocidad, su independencia.


También habló de la distancia sobrehumana que sentía bajo la influencia de la mescalina, como si pudiera observar la maquinaria de su propia mente desde cierta distancia. Esta distancia puede ser terrible, pero en una ocasión se tradujo en una visión de beatitud, la única de su vida, que describe en El infinito turbulento: «Contemplé miles de deidades […]. Todo era perfecto […]. No había vivido en vano […]. Mi existencia fútil y errabunda ponía pie, por fin, en la senda milagrosa…».


Este momento de paz y satisfacción carecía de precedentes en la experiencia de Michaux. No ha tratado de repetirlo: «Ya es bastante que haya sucedido una vez». Y no ha tomado mescalina en más de un año; al menos no «que él sepa». «Quizá la tome otra vez cuando vuelva a ser virgen», dijo. «Pero este tipo de cosas deberían experimentarse sólo de vez en cuando. Los indios fumaban la pipa de la paz únicamente en las grandes ocasiones. Hoy día la gente fuma cinco o seis paquetes de cigarrillos al día. ¿Cómo se puede experimentar algo de este modo?»


La habitación había empezado a quedar a oscuras y, en el exterior, los árboles del jardín gris parecían pertenecer al fangoso territorio metafísico que describe en Mes propriétés. Señalé que en su obra apenas aparece la naturaleza. «Eso no es cierto», dijo. «En cualquier caso, los animales sí. Adoro los animales. Si alguna vez voy a su país, será sin duda para visitar los zoológicos» (su única visita a Estados Unidos la hizo siendo marinero en 1920, y sólo vio Norfolk, Savannah y Newport News).


En una ocasión, con motivo de una de mis exposiciones, pude disponer de dos horas libres en Francfort y escandalicé al director del museo pidiéndole que me enseñara el jardín botánico en lugar del museo. Lo cierto es que el jardín era adorable. Pero desde la experiencia con la mescalina los animales ya no me inspiran ningún sentimiento de fraternidad. El espectáculo de mi mente trabajando me hizo de algún modo más consciente de mi propia mente. Ya no siento empatía con un perro, porque él no tiene mente. Es triste…


Hablamos de los medios que utiliza. Aunque trabaja con óleo y acuarela, prefiere la tinta china. Son típicas de Michaux las grandes hojas blancas de papel de dibujo tachonadas por completo de pequeños nudos negros muy marcados, o con figuras vagamente humanas desperdigadas que evocaban alguna batalla o peregrinación desesperanzada. «Con la tinta china puedo hacer pequeñas formas muy intensas», decía. «Pero tengo otros planes para la tinta. Entre otras cosas, he estado pintando cuadros con tinta china sobre lienzo. Me entusiasma, porque con una misma pincelada, en un mismo instante, puedo ser al mismo tiempo preciso y difuso. La tinta es directa; no se corre ningún riesgo. No tienes que luchar contra las prisas del óleo, con toda la parafernalia de la pintura.»


En esos lienzos de los que habla Michaux suele pintar tres anchas franjas verticales utilizando poca tinta para producir un efecto desvaído. En ese medio difuso flotan docenas de figurillas desesperadamente articuladas: aves, hombres, tallos, animadas por la misma energía intensa de los dibujos, pero delineados de manera más deliberada.


Estos óleos parecen cumplir, mejor que sus demás obras, sus intenciones pictóricas tal como las formulaba recientemente en la revista Quadrum:


En lugar de una imagen que excluye a las demás, me habría gustado dibujar los momentos que, uno junto a otro, se suceden y conforman una vida. Exponer la frase interior, una frase que no tiene palabras, para que la gente vea una soga que se desenrolla sinuosamente y que acompaña íntimamente a todo lo que nos afecta, ya sea desde el exterior o desde el interior. Quería dibujar la conciencia de la existencia y el flujo del tiempo. Como cuando te tomas el pulso.


Publicado originalmente en la revista ArtNews, en marzo de 1961.